Artículo de opinión publicado enn el diario Las Provincias del domingo 3 de abril del 2016 por Carmelo Paradinas, Abogado, miembro del Grupo de Estudios Sociales e Interdisciplinares (GESI – UNIVERSITAS)
» A mí me han robado el coche dos veces, ambas hace ya tiempo. En la primera, reapareció días después, a cuarenta kilómetros, sin gota de gasolina, con daños y síntomas de haber sido utilizado para una gran juerga juvenil. La segunda, no llegó a salir del garaje. Todo patas arriba; arrancaron la portezuela de la guantera, innecesariamente, pues era sin llave y rasgaron un asiento. El primer robo me costó diez veces más que el segundo, pero éste me indignó diez veces más que el primero por lo innecesario del daño. Los primeros ladrones fueron consecuentes. Querían un coche para divertirse. Se llevaron el mío y, cuando acabaron, lo dejaron abandonado y se acabó. Los segundos no obtuvieron beneficio alguno. El suyo fue un acto de maldad gratuita.
Una de las características diferenciadoras del ser humano es la naturaleza teleológica, finalista, de sus acciones conscientes. Dicho en términos vulgares, hacemos «algo» para conseguir «algo». Trasladado al ámbito jurídico, para tener una contraprestación. Excepcionalmente, podemos hacer algo gratuitamente en favor de alguien, sin esperar contraprestación alguna, y eso se llama caridad, sinónimo de amor. Pero también podemos hacer algo gratuitamente en perjuicio de alguien, sin esperar beneficio alguno por ello. Y eso se llama agresión en su peor grado: la maldad gratuita.
Siempre me ha llamado la atención la propensión de los que podíamos llamar «ateos institucionales» a ocuparse con prioridad de los temas religiosos y utilizar coloquialmente expresiones y figuras de su ámbito. Algo he escrito sobre ello. Santiago Carrillo, por ejemplo, gustaba de expresarse, en ocasiones, más como un seminarista que como un líder comunista «de toda la vida». Peor fue lo que vino después, cuando se empecinaron no sólo en utilizar expresiones, sino en remedar ritos e instituciones religiosas, apropiándoselas para sus fines. Caso paradigmático de ello es la unión de personas del mismo sexo, a la que denominaron, sin serlo «matrimonio». Con la de posibilidades, incluso de cierta elegancia convencional, que ofrece nuestro idioma, se aferraron a remedar una institución como el matrimonio entre personas de distintos sexos, universalmente avalada por la Humanidad.
Y ahora, con la que nos ha caído encima, los ataques contra todo lo religioso están a la orden del día. No vamos a entrar aquí -por desgracia, tiempo habrá-, a analizar medidas que atentan contra la religión en los ámbitos del culto público, las señas de identidad católicas o la enseñanza. Consecuentes con el título del artículo, vamos a limitarnos a esos actos de agresión gratuita contra la religión católica que ya van siendo intolerablemente frecuentes: profanaciones, blasfemias públicas, parodias habacanas…todas ellas propiciadas, aplaudidas o minimizadas por los recién llegados poderes públicos.
Sinceramente, no lo entiendo. Yo no soy futbolero y alemanes e ingleses, con todos mis respetos, me tienen sin cuidado. Si mañana se celebrara un importante partido entre ambas selecciones, ¿qué sentido tendría que yo, manifiestamente ajeno al acontecimiento, me lanzara a la calle como un poseso, quemando en la vía pública la «jack union» e insultando a gritos a la familía real inglesa? Uno sólo: que había perdido el juicio. Pues si estas damas y estos caballeros son ateos, allá ellos con su conciencia.
Pero que respeten las creencias de los demás. ¿No se dicen paladines de la libertad? Sólo de la suya, parece ser. Mas cada palo ha de aguantar su vela y no tenemos más remedio que reconocer que, ante esta amarga situación, la actitud de los católicos deja mucho que desear. Su reacción, ha sido escasa, tardía y limitada a actos de desagravio por las ofensas inferidas a Dios. Obviamente, muy bien está, es lo principal; pero no basta. Hay que manifestar nuestra enérgica repulsa hacia estos actos de agresión gratuita y hacia la pasividad, cuando no connivencia, de las autoridades, obligadas, como en otros casos bien saben hacer, a defender los derechos de otros ciudadanos, sean mayoría o inapreciable minoría.
En esto, los enemigos de la religión han demostrado, una vez más, la superioridad de su eficacia. Mientras fueron dispersas y minoritarias fuerzas políticas, siempre supieron agruparse en sonoras y casi diarias manifestaciones callejeras con motivos variados, que la ciudadanía, pacientemente, soportaba ignorando, incluso, a qué venían. Llegados al poder y repartidos los cargos, obviamente ya de nada tienen que protestar. ¿Cuántas manifestaciones de católicos «indignados» se han producido en protesta por las vejaciones que aquí mencionamos?
Yo entiendo e incluso reconozco, lo cual está un puntín por encima de sólo entender, que tras años de postergamiento, estas damas y caballeros sientan un humano deseo de revancha, que, con más arrogancia que inteligencia, en ocasiones llegan a confesar expresamente. Pero no pueden ignorar que ahora, en los cargos que ostentan, se deben a todos los ciudadanos. Utilizar esos cargos como armas arrojadizas para saldar antiguos agravios, sólo es propio de esas peleas de tribus que se prolongan indefinidamente aunque ya ni se recuerden los orígenes.
Y para eso hay que respetar a los demás y tener elegancia, virtud que, como ellos entienden mejor que muchos, va más allá de llevar o no corbata en los actos públicos.»
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