Artículos de opinión. El silencio de los corderos.

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El silencio de los corderos
Juan Alfredo Obarrio Moreno (Profesor titular de Derecho Romano de la Universitat de València)

Hace cerca de veinticuatro siglos, en una ciudad llamada Atenas nació un hombre, inquieto e inquietante, cuya virtud fue la de hacer que los hombres tuvieran un pensamiento crítico –“Mi enfermedad es no saciarme nunca de discutir”-. Su nombre era Sócrates, y fue, como nos informa Diógenes, el primer filósofo condenado por un grupo de quinientos ciudadanos. Su delito fue el buscar la perfección del espíritu, de la virtud, así como la exaltación de los deberes y derechos de la propia conciencia, para lo cual rehusó de colaborar con el poder a costa de descuidar su propia economía.

Acabada la lectura de Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, no puedo por menos que preguntarme ¿qué le queda a la intelectualidad española del pensamiento socrático?, y un inmenso vacío hace que me asalte la definición que dio Platón sobre los filósofos de su tiempo: “una invasión de petulantes que tenían la pasión noble y peligrosa de ser sabios”.

No sé si se pueden trasladar milimétricamente las palabras de Platón a la actualidad, pero tengo la certeza de que la honradez debería incitar a los llamados intelectuales a buscar, sin retórica, la verdad, a proclamar la libertad de conciencia y a poner esa búsqueda por encima de cualquier otro interés particular, porque, de lo contrario, se les podrá achacar la afirmación de Sócrates: “no es a mi a quien habéis condenado, sino a vosotros mismos”.

A mi juicio, sería conveniente que quienes se proclaman librepensadores dejaran de hacer discursos contradictorios o razonamientos dobles, consecuencia lógica del relativismo en que vivimos, y pasaran a denunciar los abusos de un Estado-Gobierno, sea cual sea su ideología, que invade la esfera de lo privado, coarta la libertad del individuo y limita su libertad de pensamiento. Pero, desgraciadamente, la defensa del individuo, de sus creencias o de sus ideas no son ya la bandera socrática de muchos de nuestros intelectuales, que ven en la cercanía al poder una casa común en la que cohabitar, aunque otros, como Albert Boadella, sufran la ignominia de ver cómo deben de abandonar la ciudad de su infancia por defender los mismos valores que defendió Sócrates, y por los que fue condenado.

No sé si queda algo en nuestra intelectualidad de aquella afirmación de Unamuno en su Sentimiento trágico de la vida: “Mi religión es buscar la verdad en la vida, y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no la voy a encontrar mientras viva”, pero esa búsqueda de la Verdad, de la ética o del respeto es lo que debería llevarnos a la sociedad civil a levantar la voz ante la injusticia de leyes civiles que cercenan valores, que limitan la infinitud de las ideas o conculcan las creencias que sostienen nuestras vidas, sin que nos deba desorientar la voz complaciente de artistas o intelectuales. Sólo si no nos convertimos en corderos silenciosos, nuestra dignidad, como la de Sócrates, perdurará eternamente.