Fe y vida pública
Juan Alfredo Obarrio Moreno (Profesor Titular de de Derecho romano, Universitat de València).
El inquietante deseo de nuestro Gobierno de desplazar de la vida pública todo vestigio de Fe en favor de una supuesta Razón ni es nuevo, ni es una revolución, como ha pretendido algún periódico independiente de la verdad. Este debate, como advierte Paul Hazar en su obra La crisis de la conciencia europea, surge, aun con variantes, en el Renacimiento, y culmina en el siglo XVIII, momento en que, como sintetiza Pierre Bayle, tanto los «racionales» como los «religiosos» se disputaban las almas de los hombres.
A mi juicio, el que una sociedad se cuestione los problemas que afectan a la esencia del hombre, abriéndose interrogantes tales como ¿qué creer?, ¿qué es la verdad? o la existencia y la naturaleza de Dios es lo que la hace estar viva, porque sólo desde la búsqueda intelectual y moral de la Verdad se alcanza la plena libertad del hombre. Por el contrario, lo realmente preocupante es el intento que tiene nuestra clase gobernante de relegar el ámbito de la Fe, como diría Julián Marías, «a cielos desconocidos e impenetrables» para sustituirlo por una supuesta civilización fundada en la conciencia individual y en la razón, convirtiendo al hombre en la única medida de todas las cosas, y a la religión, en una moral sin normas y sin Dios, en un puro nihilismo.
Frente a esta concepción, nada tuitiva del Estado, creo en la grandeza de la obstinación de aquellos que buscamos y proclamamos que la Fe es más que un impulso individual o una emoción dolorosa: es la causa final que nos mueve a sentir, a vivir, a ser y a razonar por encima, incluso, de las leyes que rigen la coyuntura de un momento determinado. Es esta razón la que nos hacer encontrar en la conciencia religiosa la felicidad y el ideal de verdad, la que nos lleva a manifestar, con plena responsabilidad y respeto, que es en Dios donde se halla la idea ordenadora de las cosas, y que, cuando se imponen leyes atentatorias contra la vida o se violentan las conciencias, las nuestras, la de los cristianos de a pie, también las sufren.
No es fácil manifestar, en el ambiente en que vivimos, el deseo por edificar una sociedad basada en unas creencias, en unos valores, que no son otros que los del respeto mutuo y la tolerancia, el amor a Dios y al prójimo; pero, aunque se nos tilde a los cristianos de tristes y anticuados, y se publicite la algarabía de una vida sin Dios, los cristianos debemos seguir proclamando que alegría y fe son un binomio indisoluble que nos ayuda a comprender ciertos valores cívicos, algunos hoy en plena decadencia. Uno de ellos, aunque suene paradójico, es el de la tolerancia.
En definitiva, no sé si estos son buenos tiempos para la lírica, pero sí deben serlo para el respeto y la tolerancia, para que las almas inquietas puedan seguir proclamando la libertad de las conciencias, sin dejarse arrinconar por el miedo a las leyes civiles que nos dirigen.