ATENCIÓN MENGUANTE, TORPEZA CRECIENTE

ATENCIÓN MENGUANTE, TORPEZA CRECIENTE

Artículo de opinión publicado el 23 de julio del 2017 por Carmelo Paradinas, abogado.

«La torpeza que con los años se nos viene encima en cosas intrascendentes, banales, no sólo es irritante, sino muchas veces perturbadora. Recalco lo de banales e intrascendentes porque las limitaciones más importantes ya son de esperar. No te sorprenden, siempre estás en guardia. Pero esas cosillas del acontecer diario que convierten algunos sencillos actos de tu existencia casi en escenas de una vieja película de El Gordo y El Flaco, efectivamente pueden ser perturbadoras. Intentas coger el salero, sin querer, con la manga empujas un vaso y para evitar que caiga, te echas encima una jarra de agua. Y, cosas como esa, cien al día.

Llegas a pensar que aquello no puede ser pura casualidad; alguna fuerza maligna trata de hacerte perder la paz y una especie de manía persecutoria se adueña de ti hasta que recuperas el sentido común. ¿No se se tratará, más bien, de la vista o, peor, de algo neurológico? Te dicen que no necesariamente, que lo que pasa es que cada día eres más patoso porque a partir, más o menos de los cuarenta años, vas perdiendo reflejos y eso se nota.

Qué duda cabe de que tienen razón, pero creo que no toda. Sucede que simultáneamente a esa pérdida de reflejos, se produce otra de interés y de atención. La madurez trae serenidad, más justa valoración de las cosas, pero tiene el indeseable efecto colateral de hacerte creer que ya has cumplido, que ahora toca a otros esforzarse. Y te va haciendo distante y, lo que es peor, indiferente a muchas cosas que antes merecían tu interés, incluso tu entusiasmo; de eso no hay más que un paso a la indolencia.

Todos tenemos aquel famoso baúl que nos cantaba Karina, en el que no solamente buscamos recuerdos, sino vivencias, afectos, aficiones, aptitudes que en él hemos ido metiendo con descuido. Con el transcurso de los años, está atiborrado, pues los trastos que a él han ido a parar son muchísimos y de muy variada naturaleza. Los más antiguos van quedando debajo y cuando queremos recuperarlos nos cuesta uno de aquellos trabajos de Hércules. Y en vez de echarle la culpa a nuestra falta de orden, se la echamos a la decadencia de nuestras facultades, porque pensamos que antes navegábamos muy fácilmente por el dichoso baúl, olvidando que entonces no estaba, ni mucho menos, tan lleno y lo que buscábamos lo habíamos manejado unos días antes, no treinta años.

La evolución de los tiempos agrava la situación. Ideas y ténicas nuevas no siempre son fácilmente asequibles para todos. Es de suponer que siempre habrá sucedido más o menos lo mismo, pero en nuestros días no todos estamos preparados para asimilar plenamente la magia de internet y mucho menos para aceptar que un caballero se case con otro y ambos, de la manita, se vayan a celebrar su orgullo en un festorro multitudinario. O que nuevas fuerzas políticas propongan convertir un monumento religioso, artístico y arquitectónico de fama mundial en economato y local de conciertos populares, actividades, parece, poco conexas entre sí. O que la corrupción sea tan común entre quienes debían darnos ejemplo de decencia, que ya no sabemos en quien buscarla.

Con esta música de fondo, nada tiene de particular que tendamos a mandarlo todo a hacer puñetas y encerrarnos en nosotros mismos. Profesionalmente, ya hemos llegado al tope, los hijos ya campan por sus respetos y, aparte de que da mucha pereza, pensamos que ya no merece la plena complicarse la ya cómoda vida con nuevas aventuras. Estamos allanando el camino a la decadencla que, ciertamente, es una realidad poderosa y hay que intentar contrarrestarla. Médicos especialistas, fisioterapeutas y entrenadores deportivos lo tienen muy claro; ante el problema funcional de un miembro, el remedio está en fortalecer ese miembro y si ello no es posible, el o los miembros vecinos, para compensarlo y evitar que la disfunción acabe generalizándose.

Los vacíos que el tiempo va dejando en nuestra vida, en la medida de lo posible hay que llenarlos. A veces, recuperando valores injustificadamente desechados; a veces trayendo otros nuevos, acaso más adecuados a nuestra nueva situación. En todo caso, haciendo un ejercicio de autoafirmación de nuestra personalidad frente al raro ambiente que nos rodea. Si así no lo hacemos, asumamos nuestra parte de responsabilidad en vez de echar la culpa solamente a la torpeza que el paso del tiempo está echando sobre nuestras espaldas.»