Atrévete a decir lo que piensas

Publicado en el diario Las Provincias el 11 de octubre de 2015

«Atrévete a decir lo que piensas» por Juan Alfredo Obarrio Moreno, Profesor de Derecho Romano de la Universidad de Valencia, A.C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

Grupo de Estudios Sociales e Interdisciplinares

(GESI – Fundación Universitas)

 

Martha Nussbaum, en el prólogo de su obra Sin fines de lucro, realiza una dolorosa, pero certera reflexión sobre esa “crisis de proporciones gigantescas y de enorme gravedad a nivel mundial, -sobre- una crisis que pasa prácticamente inadvertida, como un cáncer… la crisis mundial en materia de educación. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos”, lo que, sin duda, nos impedirá poseer una mirada crítica capaz de comprender y valorar la importancia de los logros y de los sufrimientos ajenos.

No le falta razón a la filósofa estadounidense. Por desgracia, vivimos en una época, la más rica en medios, donde no es difícil constatar cómo algunas verdades o algunos hechos elementales como la necesidad de estructurar el pensamiento, de conformar la visión de la vida y de expresar con claridad nuestras ideas se ha convertido, para muchos de nosotros, en algo que cabe relegar al cuarto oscuro del olvido, porque lo que prima es el “aquí y el ahora”, los saberes sepultados por la prisa y la banalidad del hombre occidental, y no esa serena reflexión que es -y ha sido- una escuela de incitación a la vida adulta: un despertar a lo que somos.

A menudo les recuerdo a mis alumnos el párrafo inicial de ese breve opúsculo que Kant legó sobre la Ilustración, y en el que exclama: “¡piensa por ti mismo! o lo que es lo mismo, no dejes que otros piensen por ti, ¡atrévete a ser sabio!” Una idea, una máxima que reiterará sólo dos años después, en una nota titulada ¿Qué significa orientarse al pensar?, en la que afirma: “Pensar por cuenta propia significa buscar dentro de uno mismo”. Sus palabras nos hacen ver que concibe la Ilustración como una liberación de nuestra minoría de edad, de nuestra ignorancia culpable, que no nace de un mero error o por un descuido más o menos disculpable, sino por nuestra apatía, por nuestra falta de valor y de audacia, por una pereza y cobardía que nos impide pensar y hablar por nosotros mismos. Y cuando así obramos, cuando no nos dirigimos a la plaza pública para exponer lo que hemos meditado, el miedo nos atenaza; un miedo que nos impide salir de nuestra caverna platónica para ver la luz: la razón de las cosas. Cuando sentimos esa realidad, esas sombras que también nos constituyen, sabemos, en lo más íntimo de nuestro corazón, que otros han ocupado el lugar de nuestro pensamiento, de nuestra conciencia. Pero la aventura humana consiste justamente en redimir esas sombras. Redimir es una palabra genuinamente cristiana; significa cambiar de signo: lo que se presenta como una adversidad se convierte en una oportunidad de crecimiento, tanto interior como exterior, que nos lleva a un proceso que se inicia con “el poner en duda”, que es el origen del pensamiento, del saber, de un saber que nos enseña que una cosa es vender, y otra muy distinta es llegar al alma.

Esta reflexión que expongo, no es nueva. Al inicio de su Política, Aristóteles reconocía una verdad fundamental acerca del hombre: la palabra le ha sido concedida en orden a un fin, que es la manifestación del bien, por lo que la comunicación de esta verdad es lo que une a los hombres en sociedad. Es algo que todos hemos vivido en primera persona muchas veces, sobre todo de aquellos maestros que he tenido a lo largo de mi vida. Maestros que me enseñaron a valorar la hondura de las palabras y la intencionalidad de quienes las pronuncian, y, sobre todo, a sopesar en silencio cada pregunta, cada cuestión que la vida nos plantea, y una vez comprendidas, dar respuestas con claridad y precisión, porque, como se nos dice en el aforismo romano, las palabras pronunciadas vuelan, reverberan, resuenan, mientras que los escritos se quedan quietos y sin vida en el papel -“verba volant scripta manent”-, lo que nos lleva a recordar las certeras palabras de Shakespeare: “Es infinitamente más bello lo bien hablado que lo contemplado”.

Pero, por desgracia, mi profesión de docente me hace ver que las Universidades, las Academias o los Institutos, que han sido capaces de dividir el átomo o alcanzar grandes avances científicos, sólo excepcionalmente se preocupan por plantear a sus alumnos cuestiones tales como “¿Qué es el hombre?”, ¿Qué puedo alcanzar? o ¿Qué me está permitido esperar?; preguntas que nos ayudan a desechar el pensamiento incorrecto, a no caer en la insustancialidad, a declarar, con Balzac, que el mundo es nuestro porque lo conocemos, no porque nos lo den pensado. Y en esa labor del pensar abierto, que nos conduce a transitar por el mundo de las ideas, y a reflexionar acerca de ellas, debe estar el profesor –y la sociedad en su conjunto- que pretende hacer ver a sus alumnos que no hay pregunta que no constituya una continua preocupación, ni realidad sin verdad. Y en ese ámbito de reflexión, la comunicación interviene como el cauce idóneo para la transmisión del pensamiento, porque un pensar solitario y sin oposición nos lleva, irremediablemente, a nuestro aislamiento, a no reconocer, con Ortega y Gasset, que “la vida nos es dada, pero no nos es dada hecha: la vida es quehacer”, y ese “quehacer” pasa por buscar nuestra propia identidad, nuestra vocación, por atravesar esa puerta que nos lleva a emprender un camino que dura toda una vida.

Por este conjunto de razones, entendemos que nuestra obligación como docente es la de plantear una apuesta por la dificultad: la de sacar al alumno de su mundo tecnológico y conducirle por la aventura del diálogo profundo y sereno, que no es otro que el de la palabra, la reflexión y el estudio, las únicas vías por las que puede acceder a la excelencia, y a la que no es posible llegar sino es a través del esfuerzo y de la entrega personal. Si no somos capaces de transmitir que el saber es algo que acontece y enriquece sus vidas, y que éstas se desarrollan con la palabra que nos examina y con el diálogo que nos ennoblece, estaremos olvidando aquella lección que dejó fray Guillermo de Baskerville al joven novicio Adso de Melk: “Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir, como vieron muy bien los viejos comentadores de las escrituras”. Y no le falta razón a Umberto Eco, porque al igual que el pensamiento, un libro es siempre una ventana que nos abre a un horizonte diferente.

Esta inquietud es la que me lleva a recoger las palabras pronunciadas por Bryan Dyson, quien, al terminar su trabajo al frente de una gran multinacional, pronunció un discurso de apenas dos minutos, cuyo el final transcribo y suscribo: “Vive intensamente y recuerda: Antes de hablar, ¡Escucha! Antes de escribir ¡Piensa! Antes de criticar, ¡Examina! Antes de herir, ¡Siente! Antes de orar ¡Perdona! Antes de gastar, ¡Gana! Antes de rendirte, ¡Intenta! Antes de morir, ¡Vive!”. Quizá vivir sea eso: atrevernos a ser nosotros mismos. Sin duda, no es tarea fácil. ¿Nos decidimos a intentarlo?

 

www.fundacionuniversitas.org