CENSURA, QUE ALGO QUEDA

CENSURA, QUE ALGO QUEDA

Juan Alfredo Obarrio Moreno. Juan Alfredo Obarrio Moreno. Catedrático de Derecho Romano.

«Un fantasma, de oscuro pasado, recorre nuestra época. Unos le llaman posverdad, otros, cultura de la cancelación o de lo políticamente correcto. Yo le llamo por su nombre: censura. Nada que el siglo XX no nos haya enseñado. De su dolorosa lección aprendimos que la más culta de las naciones puede quebrarse cuando los principios éticos que la sostienen se vulneran. Pero, por desgracia, como nos recuerda Ingeborg Bachman, “la historia enseña, pero no tiene alumnos”, alumnos que recuerden que sin la incomodidad de la diferencia no hay libertad, solo ira y resentimiento.

Esta es una realidad que vivió –y sufrió– un Catedrático de Filología, Victor Klemperer, quien, en su libro La lengua del Tercer Reich, recuerda que “La LTI se centra por completo en despojar al individuo de su esencia individual, en narcotizar su personalidad, en convertirlo en pieza, sin ideas ni voluntad, de una manada dirigida y azuzada en una dirección determinada”, hasta convertirlo “en mero átomo de un bloque de piedra en movimiento”.

Seguramente el lector se pregunte si es posible que en una democracia tenga cabida la censura. La respuesta, por dolorosa que sea, no puede ser otra que un largo y prolongado “sí”. En efecto, sí es posible. Los hechos no dejan lugar a la duda, al menos para un docente que sabe, con Zagrebelsky, que este “es un tiempo triste para quienes no poseen la verdad y creen en el diálogo y en la libertad”, y por ser consciente de este nuevo escenario no puedo, ni debo, guardar silencio, porque, como escribiera Marías, “El silencio de los que pueden hablar… es lo que hace posible el dominio de la suplantación”. Un silencio que viene precedido por el miedo a ser estigmatizado en el trabajo, en el ámbito social o en el político. Nada que no sepamos. Nada que no hayamos vivido.

¿Cómo guardar silencio cuando leo –y veo– el acoso al que se enfrentan los estudiantes constitucionalistas en las Universidades catalanas? Unos estudiantes que son agredidos, física y verbalmente, sin que buena parte de los medios de comunicación se hagan eco, o, cuando lo hacen, minimizan los hechos, lo que aún es peor. En esta cuestión, de un gobierno cautivo, como de los órganos rectores de estas Universidades, nada se sabe ni nada se espera. El por qué es bien conocido. ¿Cómo guardar silencio cuando leo –y veo– que algunos de los sectores más radicales del independentismo promueven acciones violentas contra un niño de cinco años, cuyos padres han tenido el “atrevimiento” de pedir clases en español? ¿Qué delito han cometido estos “osados” padres para que se llegue a pedir, por parte de un docente, que se apedree su casa? ¿Cuántas portadas de telediario o de periódicos han recogido un hecho que, por su extrema gravedad, nos recuerda las épocas más oscuras del nacionalsocialismo?, un período de la Historia en el que primero se señalaba y luego se agredía o se exterminaba. ¿Cómo guardar silencio cuando leo –y veo– que la mayoría de los partidos del Congreso, empezando por el partido del gobierno y terminando por Bildu, han decidido, en bloque, vetar a determinados medios de comunicación de la sala de prensa del Congreso? ¿Qué falta, infracción o delito han cometido? Sin duda, la mayor de todas las imaginables: realizar preguntas incómodas o nada complacientes, o si prefieren, no ponerse al servicio de un Poder que parece desear un periodismo carente de espíritu crítico (lo que Gustavo Bueno llama Pensamiento Alicia). Por este motivo, ellos, los guardianes de la verdad y de la cortesía más exquisita –supongamos que hablo de Echenique, Rufián & Cía.–, han establecido una censura preventiva que es incompatible, a todas luces, con la libertad de prensa y de opinión, y, por tanto, con la democracia, porque, cabe no olvidarlo, la libertad y la democracia o se viven, se disfrutan y se defienden o se pierden inmisericordemente.

En torno a esta cuestión, los años, y las lecturas que hemos ido acumulando, nos han enseñado que no cabe una actitud de huida o de mero conformismo, porque la censura no es una cuestión meramente académica, sino que se halla en el epicentro del debate cultural, filosófico y político. No comprender, y no enseñar, que una opinión única y dominante, capaz de suprimir preguntas incómodas o derechos inalienables, como es la lengua materna, nos empobrece como personas y como ciudadanos.

A esta labor nos dedicamos, a la de intentar inculcar a nuestros alumnos que el monopolio del Poder, en no pocas ocasiones, se convierte en una máscara de Jano, cuyo doble perfil es capaz de hacernos creer que solo gracias a él se logra la paz, la grandeza y el progreso de una gran nación, como es la española. Pero una vez que descorremos el velo de su rostro, descubrimos que ha aumentado la enfermedad que padecíamos, porque, como estamos viendo, el abuso del poder ni cura ni educa, todo lo contrario: pervierte, silencia o sepulta.

               Cabe concluir, pero no sin antes asumir como propias las palabras de Daniele Giglioli, cuando afirmaba: “si el criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca”. En esa defensa, sin matices, siempre me hallarán, porque no puedo ignorar que en democracia no tiene cabida ni las purgas ni el vacío intelectual. Que tomen buena nota quienes así actúan.»