Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 1 septiembre 2013.
Claves para la regeneración de una sociedad civil libre (III): Libertad y miedo a hablar en público
Por Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitat de València.
En los dos artículos anteriores vimos cómo el ejercicio de la libertad exige la aceptación de uno mismo y la superación del miedo al fracaso. No dije nada, sin embargo, de otro miedo que cercena notablemente el desarrollo de la propia personalidad, y que constituye uno de los principales obstáculos para una sociedad democrática: el temor a hablar en público. Constato frecuentemente ese miedo tanto en la sociedad y en mi ámbito profesional, particularmente entre los estudiantes universitarios.
El miedo a hablar en público es algo general. Afectando a todos y no a unos cuantos (pocos o muchos). La cuestión determinante es cómo enfrentarse a él. Experimentar estos miedos o temores no constituye un problema en sí mismo. Es más, un cierto nerviosismo no solo es normal sino que resulta incluso saludable y positivo. El problema se presenta cuando esos temores resultan completamente –o notablemente– paralizantes, impidiendo una intervención en público, ya sea en una conversación de café o en otra más formal (en el ámbito profesional, social, etc.).
Cuando ese miedo paraliza, conviene reconocer que uno tiene un problema que requiere de un tratamiento, en vez de refugiarse en razonadas sin razones o de caer en una actitud poco gallarda y conformista, genialmente descrita por un conocido dicho castellano (“mal de todos, consuelo de tontos”). A quien quiera llevar las riendas de su propia vida no le sirve lo que hacen los demás, aunque éstos puedan ser la mayoría, y opta por fijar la mirada en el objetivo a conquistar, marcándose pequeñas metas asequibles que permitan avanzar terreno, aumentando así la seguridad y confianza en uno mismo. Se trata de proponerse y lograr pequeños vencimientos, convirtiendo aquellas situaciones de miedo y vergüenza de menor importancia que ofrece la vida diaria en oportunidades para el entreno y la superación. Este cotidiano entrenamiento es lo menor facilita luego afrontar otras situaciones de mayor complejidad con más posibilidades de éxito.
No superar habitualmente el miedo nos impide actuar según nuestros personales deseos, nos impide ser nosotros mismos y darnos a conocer. Esta incapacidad provoca y confirma, precisamente, los malos augurios que uno presagiaba, y por los que temía y se angustiaba. Si uno no sale de ahí, si no se lanza, entra en un bucle del que cada vez parece más difícil salir. Digo ‘parece’, porque uno siempre está a tiempo a lanzarse, pero cuánto antes se haga menos altas son las barreras psicológicas que el propio yo ha ido levantando con el transcurso del tiempo, en el que se van acumulando las frustraciones, mermándose la autoestima y confianza en uno mismo.
Hay quienes piensan que esto viene marcado por cómo uno es y se escudan en el feliz o fatal destino que no cabe cambiar, renunciando a forjar su carácter con el ejercicio de su propia libertad. La realidad muestra, sin embargo, que esto no es así. Mientras unos prefieren dejarse llevar por un supuesto fatal destino, otros muestran que ese miedo es controlable, que uno puede sobreponerse hasta el punto de expresarse en público tan bien o mejor que otros que parecen carecer de miedo.
Existen dos malentendidos que son un tanto insidiosos y, en ocasiones, podrían llevar a engaño. El primero es pensar que algunas personas no experimentan esos temores. Conviene tener claro que el miedo, la vergüenza o la timidez son sentimientos que experimentan todas las personas, con mayor o menor intensidad. En efecto, todo el mundo experimenta el miedo, también los grandes oradores, o aquellos que llevan años ejerciendo una profesión que les obliga a hablar en público asíduamente (formadores, profesores, políticos, asesores, comerciantes, etc.). Conocidos personajes de la historia han expresado con genialidad y cierto sentido del humor la existencia de ese generalizado sentimiento de miedo al tener que hablar en público. Kurt Tucholsky, por ejemplo, sentenció que “la tribuna es un asunto inmisericorde: te sientes más desnudo que en la bañera”. Y el conocido escritor Mark Twain sostenía que “el cerebro humano es un invento magnífico. Funciona desde el nacimiento hasta el momento en que te levantas para pronunciar un discurso”. Se engañan, pues, quienes piensan que existen personas que no experimentan esos temores o miedos que ellos sienten, máxime si ese pensamiento les lleva a no enfrentarse al problema.
El segundo malentendido es pensar que ese temor o nerviosismo, que todos perciben con mayor o menor intensidad, es malo y conviene hacerlo desaparecer, para poder así hablar sin las tensiones propias de quien experimenta estos sentimientos. Hay que erradicar ese error de la mente de quien lo sustenta. Esos sentimientos pueden reducirse, controlarse y superarse, pero no suprimirse por completo. Es más, un cierto nerviosismo no solo es normal sino que resulta incluso saludable y positivo. En efecto, un cierto grado de nerviosismo es normal y todos –oradores inclusive– lo experimentan. Esta alarma natural del cuerpo sirve para indicar que la situación se ha de tomar en serio, que no se ha de mostrar una indiferencia fingida. Por lo tanto, sentir cierto nerviosismo al tener que hablar en público es algo absolutamente normal, sobre todo cuando uno no lo ha practicado mucho y no goza de demasiada experiencia ni domina demasiado la técnica. A nadie le debe sorprender que, de repente, uno se sienta a sí mismo. In medio virtus, decía Aristóteles. Hay que huir de los dos extremos, tanto el de quien se deja llevar por un miedo paralizante, como el de quien, desvergonzado y completamente inhibido del público que le rodea, refleja una pedantería y una falta de pudor que le impiden tomarse en serio el auditorio que pueda tener delante.
Jürg Studer cuenta que un participante en uno de sus seminarios, un hombre muy aficionado al buceo le dijo en una ocasión que dejaría de bucear tan pronto como dejara de notar congoja sobre el pecho al comenzar a sumergirse. ¿Por qué? ¿Es que necesita sentir el peligro? Pues sí. Y además eso demuestra que todavía uno se toma en serio los peligros que acechan bajo el agua, que no peca de confiado y sopesa todavía con atención los riesgos que conlleva ese deporte. Si esto dejara de ser así, probablemente su vida correría serio peligro. Y concluyó: lo mismo cabe decir del habla en público.
Hay que lograr que los nervios, naturales, no nos coarten, sino que nos motiven. No se trata, por tanto, de rechazar ese sentimiento de temor o miedo sino de encauzarlo y aprovecharlo para no dejar de hablar y, si es posible, hablar mejor. Esto, además de mejorar el propio discurso, haciéndolo más interesante y ameno, aumenta notablemente la confianza y la autoestima del que habla. Uno experimenta que ha sido capaz de convertir un sentimiento aparentemente negativo en un valor positivo, confiriendo a su discurso una fuerza comunicativa y empática mucho mayor. Y lo que es más importante: al superar esos miedos que atenazan y restringen el ejercicio de la propia libertad, uno se hace más libre y constata su positiva contribución en la configuración de una sociedad más libre e inmune a la demagogia y la manipulación.