Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 27 octubre 2013.
Claves para la regeneración de una sociedad civil libre (V): Ideología, (in)tolerancia y sectarismo
Por Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitat de València.
En mi último artículo, publicado el pasado mes en esta misma sede, concluía señalando que renunciar a ‘pensar y hablar en conciencia’ equivale a dejar de ser protagonista de la propia existencia, dejándose uno contagiar por un pensamiento generalizado, que suele mostrarse tan escaso de rigor como cargado de ideología. Decía que si la sociedad, en su conjunto –y no sólo su clase política–, procurara actuar y hablar más en conciencia, se produciría una auténtica revolución social, dando lugar a una sociedad plural y a una democracia madura. En efecto, dejar de pensar y de actuar según los dictados de la propia conciencia constituye, probablemente, el mayor obstáculo para la regeneración de una sociedad civil libre, plural y democrática.
A mi juicio, el problema de nuestra sociedad no consiste tanto en la excesiva pluralidad de pareceres (¡ojalá fueran más plurales!), o en la existencia de ideas o ideologías diversas (cuando no antagónicas), sino en una falta de reflexión crítica sobre las ideas que impide, de entrada, el que sean propias; y si no son propias, son ajenas; y si una sociedad está compuesta por una mayoría cuyas ideas no son propias sino ajenas, estamos ante una sociedad cuyos individuos carecen de una auténtica personalidad o identidad personal; así las cosas, resulta fácil que, quienes dispongan de los necesarios resortes del poder (medios de comunicación, clase política, lobbies diversos y de signo distinto, etc.), aprovechen este contexto para manipular a una masa social informe cuya capacidad de análisis y reflexión está atrofiada o brilla por su ausencia. Esta realidad –brillantemente descrita por Ortega y Gasset en La Rebelión de las masas (1930)–, ha adquirido una actualidad que resulta innegable para quien observe y reflexione mínimamente.
Sobran ideas e ideologías ancladas en intereses espurios o meramente personales que no gozan de otra legitimidad que la de coincidir con lo políticamente correcto, o aquellas otras que, adquiridas por mero contagio, rezuman superficialidad y tienen más de ajeno que propio, careciendo de autenticidad alguna.
Veamos un ejemplo de ello. Asistiendo a un curso dirigido a profesores de universidad, me dejó un tanto perplejo un comentario del insigne docente que lo estaba impartiendo. Hablando sobre competencias en el quehacer docente, nos encarecía a estar preparados para cualquier evento que pudiera acontecer en las aulas: “Imagínense que están impartiendo clase en la Facultad de Pedagogía y un estudiante interviene en clase mostrando su disconformidad con que sus hijos tengan que compartir aula con inmigrantes y gente de color. No sé qué harían ustedes –comentó–, pero yo le expulsaría de clase y no le permitiría entrar de nuevo hasta que no cambiara de parecer, pues una opinión de este tipo va contra la ética, la democracia y la ciudadanía”.
Ciertamente, no comparto el parecer de este hipotético estudiante, pero tampoco me siento identificado con el de mi colega. No me parece que sea éste el modo de proceder ni de afrontar la disparidad de opiniones en un mundo plural como en el que vivimos, y menos que esto se haga al amparo de un supuesto código ético, democrático y de ciudadanía, cuyo fundamento no sea otro que el de la supuesta opinión de una mayoría. ¿Qué ocurrirá el día en que la mayoría sostenga que los más desfavorecidos son un estorbo? ¿O que no es prudente tener más de un concreto número de hijos? ¿O que no es ético expresar la disconformidad con respecto a una corriente presentada como moderna por los medios y la clase política?
A este hipotético estudiante yo le hubiera agradecido la pregunta, al tiempo que le hubiera felicitado por tener la gallardía de pensar y expresarse públicamente –en un tono respetuoso– en contra de lo políticamente correcto. A partir de ahí, hubiera procurado suscitar la reflexión, el análisis y la discusión entre los demás estudiantes, proporcionándoles finalmente las razones por las que no comparto el parecer de quien había planteado la cuestión. Pero jamás se me ocurriría expulsarle de clase, por muy alejadas que sus ideas estuvieran de las mías.
Aunque apenas nadie sería capaz de poner en duda, en pura teoría, este planteamiento, causa pena constatar cómo, en la práctica, muchas personas suelen conducirse y hablar conforme al interés pasajero o a la conveniencia coyuntural, y no según lo que verdaderamente piensan en conciencia, ya sea porque no suelen pararse a pensar, o porque han hecho la opción fundamental de estar siempre al sol que más calienta. Y esa es la masa que luego oprime y cercena la libertad de aquellos que sí procuran pensar y actuar según los dictados de su propia conciencia, a los que se tilda de presuntuosos, arrogantes, irrespetuosos e intolerantes, sobre todo cuando sus reflexiones o su conducta contrastan con las de la mayoría. Puede ser que estos pocos tengan razón o –por lo menos– razones, pero la mayoría, careciendo de interés tanto por lo uno como por lo otro, prefiere aferrarse a su interés con la fuerza, no de la razón ni del sentido común, sino del voto. Eso sí es arrogancia, prepotencia e intolerancia. De ahí el interés de muchos por el permanente mantenimiento de los agravios, las rivalidades, las rencillas, los grupos, los bandos, los gremios y las capillas, cuya finalidad no es otra que la de garantizar que la fuerza exclusiva del voto y de una mayoría siga primando sobre el razonamiento y el sentir de quienes se limitan a actuar en conciencia y expresar con libertad y respeto lo que piensan. ¡Qué osadía! Ese es, probablemente, el moderno delito herejía de esta sociedad hipócrita y farisaica. Y este modo de proceder no es exclusivo de la clase política, sino que cabe encontrarlo en el conjunto de la sociedad, en la Administración pública (a todos los niveles), en la universidad (tanto pública como privada), en los colegios e institutos de enseñanza secundaria, en los colegios y demás corporaciones profesionales, en las diversas asociaciones culturales, artísticas y deportivas, etc.
Sin una actitud abierta y sincera a la reflexión y al diálogo, así como de verdadero respeto por quien diverge, discrepa o disiente, no puede haber una auténtica democracia. Con acierto sintetizó Voltaire la importancia de esta máxima con breves palabras: “no estoy de acuerdo con lo que usted piensa, pero daría mi vida porque pueda expresarlo”. Y yo añadiría: “…y no se le excluya de la comunidad por este motivo, ni se le margine por carecer del voto de una mayoría sectaria y excluyente”.