Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 17 noviembre 2013.
Claves para la regeneración de una sociedad civil libre (VI): Pensamiento propio y totalitarismo democrático
Por Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitat de València.
El principal problema de no pocos postulados ideológicos es que, en el fondo –y a la postre–, niegan toda noción de libertad que no se encuadre en el marco de una mera autonomía de la voluntad, sin más límites que los establecidos por un Derecho positivo que, creado por el propio Estado (democrático), es, a su vez, reflejo de un pensamiento generalizado, nihilista y relativista, que niega, de entrada, la existencia de un orden objetivo, así como la trascendencia del ser humano.
Conforme a este pensamiento y mentalidad, toda adhesión de una persona a un referente objetivo que le trascienda, es vista como algo que coarta, constriñe y restringe el ámbito de libertad personal. Desde esta perspectiva, el creyente es visto como una rara avis y es mirado con cierto desdén, pues –según este planteamiento ideológico– su creencia le impide pensar y hablar libremente.
Hace ya un tiempo, haciendo un tour por la ciudad de Valencia con un grupo de estudiantes de la Universidad de Cambridge, me aconteció algo que me hizo pensar. Al recorrer la parte antigua, con sus edificios más emblemáticos, les mostré, entre otros, la catedral y la basílica de la Virgen de los Desamparados. Desconociendo por completo su cultura o formación religiosa, y a fin de adaptar mi exposición a los oyentes, les pregunté si pertenecían a alguna concreta confesión religiosa. Al contestarme todos ellos, uno me dijo: “Yo no pertenezco a ninguna confesión porque soy librepensador”.
Su respuesta me hizo pensar de inmediato en la campaña de desacreditación a la que fue sometido John F. Kennedy antes ocupar la Casa Blanca por su condición de católico. Saliendo al paso de las acusaciones de sus contrincantes políticos, Kennedy dejó bien claro en un célebre discurso que, de ser elegido Presidente, jamás permitiría que ninguna autoridad religiosa o eclesiástica se entrometiera en el desempeño de su responsabilidad pública, y que, en todo caso, su actuación respondería tan sólo a los dictados de su conciencia.
A eso me refiero cuando señalo que no pocos postulados ideológicos terminan por conculcar la libertad de quienes no se adhieren al pensamiento generalizado o a lo ‘políticamente correcto’. En efecto, si la libertad equivale a mera autonomía, algunos no comprenden la libertad de quienes, tras una reflexión personal hecha en conciencia, quieren adherirse a una creencia que no sólo no niega la libertad humana, sino que cuenta con ella para su pleno desarrollo.
Se trata de una libertad que, queriendo emanciparse de los límites inherentes a la realidad de ser humano que le es propia, termina entregándose a los dictados de un pensamiento democrático que se erige en fuente infalible de lo que es verdadero y bueno, abandonando por completo el carácter trascendente del ser humano y, en consecuencia, profanando su conciencia, que es el sagrario de la libertad individual.
Esta noción ‘libertad’ se opone no sólo a la creencia religiosa que alguien pueda profesar, sino también a la existencia de un referente objetivo que pueda legitimar y guiar la conducta humana individual, las relaciones humanas en el seno de la sociedad, el Estado y el Derecho. En efecto, a partir del siglo XVII –y hasta el siglo XX– tuvo lugar la sustitución de un referente previo, objetivo e inamovible, un orden natural o naturaleza (al que las leyes civiles debían someterse), por otro inexistente, subjetivo y movedizo, pero avalado por el consenso democrático.
No soy contrario a la democracia, sino un enamorado de ella. Pero al igual que no se somete al consenso democrático la ley de la gravedad o el teorema de Pitágoras, me parece ridículo que algo tan serio como los derechos y libertades fundamentales encuentren en la democracia su principal –y en ocasiones, exclusiva– fuente legitimadora. No creo que nadie piense que tiene derecho a la vida porque así lo opina la mayoría, ni que goce de la libertad de expresión gracias al consenso democrático. Si así fuera –y eso parecen pretender algunos–, no les quepa duda de que los derechos y libertades se convertirán bien pronto en una merienda de negros, en la que predominarán los medios de comunicación, los lobbies y la clase política.
Curiosamente, ahora que el consenso democrático parece constituir el fundamento del orden jurídico-político, y a falta de otra fuente legitimadora del orden social, el aspecto ético o moral está resurgiendo con fuerza inusitada, empleándose frecuentemente en el ámbito mediático, político e incluso académico. Basta consultar brevemente la prensa o escuchar la radio para constatar el recurrido argumento a lo que es ético y a lo que no lo es, a lo que constituye un ejemplo de moralidad y a lo que constituye una barbarie moral. Estadistas, políticos, juristas, académicos y demás profesionales esgrimen el argumento ético sin el menor reparo, negando al mismo tiempo la existencia de una moral universal y válida para todos. Se trata de una ética efímera que, careciendo de otro fundamento que el respaldo de una supuesta mayoría, debe gozar, por este motivo, de una legitimidad indiscutible. De ahí que no quepa admitir discrepancia ni discusión alguna al respecto. Quien no comparta esta ética ciudadana queda automáticamente excluido de este constructivo consenso democrático.
Resulta sorprendente –¡cuanto menos!– que, tras siglos de esfuerzos científicos encaminados a separar el Derecho de la moral y el orden político-social del ético, resurja ahora con más fuerza que nunca el argumento ético que, desprovisto de otro fundamento y anclaje que el democrático, sea menos respetuoso y más intransigente que el esgrimido antaño por unas leyes naturales de las que, teóricamente, nadie debía considerarse dueño ni portador, ni menos servirse de él en provecho propio.
Pienso que todo lo que se ha dicho aquí puede ayudar a quienes, no compartiendo el parecer mayoritario en temas de un cierto calado, se encuentran en la tesitura de tener que desenvolverse en la vida social y pública. Tener presentes estas reflexiones puede ayudar a superar esos miedos que uno siente, consciente de que la libertad es una conquista que solo se goza cuando uno piensa y actúa en conciencia, y no bajo el yugo totalitario de un miedo encadenado por una ideología mayoritaria y ajena. En este sentido, comparto la opinión de Ortega y Gasset, quien advertía que “en toda lucha de ideas o de sentimientos, cuando veáis que de una parte combaten muchos y de otra pocos, sospechad que la razón está en estos últimos” (Prólogo a Nuestra raza, 1926).
Por mucho que se pretenda imponer una determinada idea o ideología (de masas), descalificando de entrada la de otros, pienso que la regeneración de nuestra sociedad pasa por un tipo de auténtico ‘librepensador’ cuyas ideas o ideologías sean propias, no adquiridas por mero contagio, y caracterizado por una actitud de apertura, respeto y diálogo, sin descalificar jamás a nadie por su concreto credo o manera de pensar.