Crisis y universidad

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 1 julio 2012.

Crisis y universidad
Por Isabel Santos Herrero

El debate abierto en torno al aumento de las tasas universitarias, presenta una oportunidad a la sociedad, las administraciones y la comunidad universitaria, para analizar y debatir sobre si la universidad que estamos creando está a la altura de las expectativas de formación y resultados que debe ofrecer, a quien pase por sus aulas y trate con sus profesores.

Sin embargo, en medio de las crisis, dejar aparcadas cuestiones fundamentales como el sentido de la universidad frente a otras medidas, no es nuevo en este iniciado siglo XXI en el que pareciera que más que nunca, y en todos los frentes, la humanidad camina sobre aguas turbulentas. Y, en este debate, entraría también la función y funcionamiento de la universidad, independientemente de su titularidad pública o privada.

Con las tasas universitarias y otras cuestiones educativas en la palestra del debate de esta efímera actualidad, he recordado un hecho vivido en el aula magna de una universidad que me lleva a otro tipo de reflexión, más allá de centrarse solo en las consecuencias económicas que tiene el asunto de las tasas para los implicados: de reducción del gasto para unos, y de aumento del mismo para otros.

El ya fallecido Luis García Berlanga protagonizaba una charla con alumnos aspirantes a profesionales de la comunicación audiovisual. Tomando como escenario aquellos años en los que el ingenio se ponía al servicio de dar el mayor sutil esquinazo a la censura oficial, Berlanga hablaba de las tardes de tertulia llenas de anécdotas con Bardem y Azcona. Hablaba de cómo la camaradería prevalecía por encima de la ideología y posicionamiento personales, ante el gobierno franquista del momento.
En la primera fila, una alumna muy inquieta por intervenir con el brazo levantado, pedía insistentemente la palabra. La profesora que presidía la mesa desde el extremo más cercano a ella, le preguntó en voz baja qué quería decir, mientras Berlanga continuaba con su ameno discurso. Su respuesta sonó a sentencia: “es que no entiendo cómo uno puede ser amigo de los que no piensan como él”. La pregunta se quedó en el aire, aunque más bien lo cortó.

Mi primer pensamiento fue “si no cambia, cuánto se va a perder de lo que da la vida, alguien que con 20 años no cumplidos tiene estos prejuicios”. El segundo fue un sentimiento de esperanza, casi de necesidad de tener la certeza de que aquella estudiante, cuando acabase su grado lo haría con mayor amplitud de miras hacia los demás y el mundo que la rodea, además de salir con un título bajo el brazo. No en balde estudiaba en una universidad, cuna del saber que nace del estudio, el debate, el análisis, la reflexión, la observación, la convivencia y el intercambio de ideas… frente al dogmatismo y la intolerancia.

Y en este punto nos encontramos. El debate sobre la misión de la universidad es recurrente en nuestro país y puede que nunca se haya terminado de cerrar o, tal vez, nunca se haya abierto valientemente del todo. En este sentido, es interesante cómo las reflexiones de Ortega y Gasset en su ensayo ‘Misión de la universidad’ escrito en 1930 son igualmente dignas de ser tenidas en cuenta hoy. Lo mismo pasa con los críticos escritos que Unamuno dedicó a la universidad, entre ellos ‘De la enseñanza superior en España’ publicado en la Revista Nueva, en 1899.

La cuestión primera que se plantea en la línea orteguiana es que “una institución no puede constituirse en buenos usos, si no se ha acertado con todo rigor al determinar su misión”, es decir, plantearse “¿para qué existe, está ahí y tiene que estar la universidad?.” Esto mismo puede aplicarse a cualquier actividad humana, y la respuesta oportuna será válida tanto para los tiempos de crisis como para los de bonanza.

Según el informe de la OCDE ‘Panorama de la Educación 2011’, en los últimos 10 años el porcentaje de población adulta con estudios superiores a los obligatorios ha pasado del 35 por ciento en 1999, al 52 por ciento en 2009. Así pues, el presente y el futuro de nuestro país está en manos de profesionales formados en la universidad. Merecería la pena, pues, repensar y valorar como sociedad qué misión le presuponemos a la universidad, qué esperamos de ella o lo que es lo mismo, preguntarse qué esperamos de los alumnos que en ella estudian y del claustro de profesores que les enseña.