Artículo de opinión publicado el 6 de junio de 2020 en el diario Las Provincias por José Franco Chasán, investigador de la Universidad de Augsburg.
En una de esas mañanas productivas, acudía yo con mi director de tesis a la biblioteca a por fuentes. Cuando pasamos por uno de los interminables pasillos de la biblioteca de la facultad, me quedé observando la larga hilera de estanterías con volúmenes de ejemplares de historia del Derecho.
Como interesado en la labor docente y otros temas relativos a la pedagogía universitaria, anduve algo pensativo sobre el futuro de la educación. “¿Cómo vamos a hacer para aprender cada vez más información?”. La información de nuestros antepasados se antoja valiosísima. Somos, como diría Bernard de Chartres en el siglo XII, enanos a hombros de gigantes. La respuesta, en un primer momento, se desprendió del ejemplo humilde y silencioso de mi mentor: él selecciona la información de una manera muy metódica y, muchas veces, no necesita leer entera la obra en cuestión. A mí, ese proceso de criba no me resulta tan fácil. En ocasiones, debo leer el ejemplar de cabo a rabo. “Tranquilo, todo esto lo da la experiencia”, me calmó.
“Experiencia”, repetí para mis adentros. Y, acto seguido, realicé un breve cálculo. Yo me hallo en la veintena. Partiendo de una muy generosa estimación, me quedan entre sesenta y setenta años en este mundo. Si supongo, haciendo trampas, que empiezo desde ya con esa capacidad de buscar y encontrar determinada información, termino compartiendo el drama de todo lector: jamás alcanzaré a leer una mínima parte de todo lo publicado. Si la Biblioteca de Alejandría no se hubiera quemado, ¿tendría la posibilidad de conocer todo lo que hay en ella? La información hoy en día es inabarcable. Y ya no hablo de ciencias interesantes, pero totalmente ajenas a mi disciplina: medicina, arquitectura, psicología, física y otras muchas. Pasemos por alto, por supuesto, disciplinas jurídicas distintas que conozco en menor detalle: Derecho mercantil, Derecho laboral o Derecho administrativo. Hay tanta información que el hastío intelectual está a la vuelta de la esquina.
Charlando con un familiar que es informático dejé caer: “Mi primo se casó con una canadiense y van a tener una hija. ¡Imagínate qué futuro tendrá! Aprenderá español y valenciano, por parte de padre; y francés e inglés, por parte de madre. ¡Increíble!”. Este me miró algo incrédulo. “Eso de los idiomas no tiene futuro”. Mi espíritu de filólogo amateur dio un brinco. Enarqué una ceja. “La tecnología cambia de manera tan agigantada que todo eso será perder el tiempo”, prosiguió. “Es exponencial. No cambia ni cada año ni cada mes: cambia cada hora. De aquí a unos años podré programar un coche para que recoja a mi hijo de su primera noche de discoteca”. Su hijo era, por aquel entonces, casi un recién nacido. “Y probablemente la pedagogía cognitiva tomará la delantera de aquí a unos años: habrá infinidad de programas prediseñados para aprender lenguas, técnicas e incluso profesiones enteras”. La afirmación, algo atrevida, no quedaba desprovista de razón.
Las cosas tienen que cambiar por fuerza. No se trata de ideología política. La inercia de la historia hará totalmente imposible que el mismo patrón de enseñanza universitaria se siga reproduciendo. La Universidad, tal y como la conocemos hoy, dejará de existir. Los Trivium y Quadrivium de las otrora escuelas medievales, precursoras de las actuales universidades, caducaron y dieron paso a las mismas. La idea de que no es necesario aprenderse la lista de los Reyes Godos porque es algo ineficiente y de que debiéramos centrar nuestros esfuerzos en algo más productivo, ya es muy antigua. Hace cosa de diez o quince años que los profes universitarios más rompedores eximían de memorizar los artículos del Código Civil: “Mientras ustedes sepan dónde buscarlo, me vale”. Ambas ideas están desfasadas en la situación en la que nos encontramos en la actualidad.
Algo más grande, casi inimaginable, se acerca. El hombre, al menos con sus barreras naturales, ya no cabe dentro de sí: se desborda por las fronteras que establece la naturaleza. No supera estos límites por gusto, arrogancia o por el inconfesable fetiche de jugar a ser dios, sino por la inevitabilidad de la historia. Esta se marca y se disecciona por los grandes “saltos evolutivos”: la invención de la escritura y, en menor medida, de la imprenta, son buenos ejemplos de ello.
En un nuevo modelo, puede que, por poner un ejemplo, la privacidad esté en peligro, pero nuestras concepciones cambiarán. Siempre lo han hecho. ¿Cómo era todo antes del cristianismo? ¿Y antes del judaísmo? La idea de los derechos individuales lleva la marca Europa y es una aportación “relativamente” reciente. Hace tres mil años no existían. Hoy en día, no son genuinos en la cultura asiática. En muchos casos, los tigres de Oriente los ven como un invento extraño, degenerado, hedonista y enemigo de la idea de comunidad, que siempre está por encima del individuo.
Se avistan en el horizonte próximo cambios sin parangón. No obstante ello, no hay que temerlos. El ser humano es adaptable por lo que respecta a la cultura y a la sociedad. Por mucho miedo que pueda dar, se tenderá hacia el común denominador humano, es decir, hacia aquello realmente esencial en nuestra naturaleza: nuestra artificialidad. Bien pudiera decirse que lo natural al ser humano es ser antinatural.
¿Significa esto que dejaremos de filosofar? ¿Dejaremos de cuestionarnos nuestro lugar en el universo? La respuesta es no. Aunque el hombre se superará a sí mismo, la realidad siempre se impondrá. Ninguna máquina, alteración nanotecnológica o mejora del genoma puede acabar con la segunda característica humana fundamental: su transcendencia.