Derechos humanos vs. deseos inhumanos

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 7 noviembre 2010.

Derechos humanos vs. deseos inhumanos
Por Aniceto Masferrer. Profesor de Historia del Derecho. Universitat de València.
Presidente de la European Society for Comparative Legal History

Se ha dicho, no sin razón, que vivimos en el “tiempo de los derechos” o “age of rights”, feliz expresión que constituyó el título de la versión inglesa de un conocido libro publicado en italiano, a comienzos de los años ochenta, por Norberto Bobbio. Según este filósofo y jurista italiano, entre los caracteres negativos de nuestro tiempo, cabía destacar uno de signo positivo: la creciente importancia dada en los debates internacionales, entre hombres de cultura y políticos, en seminarios de estudio y en conferencias gubernamentales, a la cuestión de los derechos humanos, lo que le llevó a calificar el final del siglo XX y el siglo XXI como el “tiempo de los derechos”.

Quizá jamás los derechos de las personas hayan sido objeto de tanta atención como la que se les ha venido prestando desde el final de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que los gobernantes tomaron conciencia del grave peligro que corría el mundo al desvincular el Derecho de la justicia, el Derecho de la dignidad y derechos fundamentales de las personas. Con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y, en nuestro entorno más cercano, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950), entre otros Tratados y Declaraciones internacionales, se inició una nueva etapa que bien puede denominarse con este calificativo, reflejo de la primacía de los “derechos” sobre cualquier otro valor.

Sin embargo, de entrada resulta sorprendente y paradójico el que haya existido un acuerdo tan generalizado en la necesidad de proteger los derechos humanos en un momento histórico en el que apenas existía –y apenas sigue existiendo– un parecer común sobre el ser humano, su dignidad y los derechos que le corresponden. Se comprende, pues, la existencia de visiones dispares y, en ocasiones, encontradas en torno a la dignidad de la persona, su origen o fundamento, así como de los derechos que debieran constituir una barrera infranqueable, tanto por los demás como por el propio Estado.

Así las cosas, esto es, ante una diversidad o pluralidad de pareceres tan amplia, y una vez rechazada la existencia real de una naturaleza humana accesible o cognoscible por la propia razón, a los derechos humanos no les queda otro posible fundamento que el meramente histórico (o cultural), el consensual (según el cual los derechos serían aquéllos que son objeto de un consenso, gozando éste de un valor constitutivo), o el legal o jurídico-público (según el cual, los derechos son creados por el Estado, quien amplía o restringe los derechos humanos que estima oportuno en cada momento). Esta visión o fundamentación de la dignidad humana y de sus derechos, dejada a merced de la cultura, del consenso y del Estado, como si todo lo cultural, consensuado y prescrito por el Estado fuera digno de respeto, ha desembocado en un proceso gradual de debilitamiento y desprestigio de los derechos humanos, que son contemplados, por no pocos, como una forma de imposición de Occidente al resto del mundo.

Actualmente, a cualquier cosa se le puede llamar derecho, confundiéndose los derechos humanos con deseos que de humanos tienen bien poco, no siendo otra cosa que la expresión de una voluntad caprichosa e irrespetuosa con los derechos de los demás, empezando por los de aquellos que carecen de la posibilidad de defenderse, que son bien distintos a los de aquéllos que, perteneciendo supuestamente a minorías o ‘grupos vulnerables’, gozan de poderosos lobbies, presentes en importantes medios de comunicación y organismos internacionales, que les permiten elevar a la categoría de derecho humano cualquier deseo o capricho que se les antoje, siendo en ocasiones más bien inhumano y degradante.

Es el resultado de un proceso bien conocido. Se empieza acuñando y empleando una terminología distinta e “innovadora” (recurriendo a eufemismos como el de “interrupción voluntaria del embarazo”, o el de “salud reproductiva”, en vez del término “aborto”), para luego, apelando a la autonomía de la voluntad (que, en este caso, se impone sobre el ser humano inerme y sin lobbies que lo protejan), o recurriendo a un argumento falaz y demagógico cargado de sentimentalismo (merced al cual Rodríguez Zapatero afirmó, por ejemplo, que lo único que se pretendía con la reforma del aborto era impedir que las mujeres fueran a la cárcel), elevar a la categoría de derecho lo que constituye una conducta moralmente reprobable, aunque en este caso el daño que se produce (la eliminación de miles de vidas humanas inermes y la marca indeleble en muchas mujeres que abortan), según algunos, no es comparable al bien o beneficio que reporta a las mujeres o empresas que prestan este servicio.

En esta línea, recientemente Trinidad Jiménez presentó la conquista de un nuevo derecho, el “derecho a la sexualidad sin reproducción”, según el cual el Estado público se obligará a financiar todo tipo de anticonceptivos (incluida, probablemente, la píldora abortiva) para que el ciudadano pueda satisfacer sus deseos sin responsabilidad alguna, tanto frente a la vida humana a la que haya podido dar origen con su conducta, como a su bolsillo; para que pueda experimentar placer, eliminando sus posibles riesgos y peligros. Esto sí es un Gobierno ‘progre’: se promueve aquello que envilece, se presenta como una conquista de libertad lo que esclaviza, y luego se pretende eliminar o erradicar el fruto, sea cual fuere –según Aído, casi mejor no indagar–, o las consecuencias no deseadas, instalando al ciudadano en una vida aparentemente placentera y libre, pero ficticia e irreal. De este modo, el ciudadano se incapacita para afrontar la realidad, con lo que el Estado se ve en la obligación de ofrecerle nuevos ‘derechos’, como si de nuevas aventuras se tratara, de suerte que aquél no puede ya nada por sí solo y todo lo espera del Estado, pues sin el Estado no puede nada. Forma parte ya de aquella masa amorfa de la que hablaba Ortega y Gasset, carente de personalidad, que no piensa por sí sola sino que necesita ser pensada por otra persona o colectivo, limitándose a imitar y reproducir lo que ve en los demás. Ha renunciado a ser él mismo, ha entregado su libertad, pero se siente así resguardado por una colectividad anónima de la que no se atreve ya a disentir. Es un cadáver viviente porque el ciudadano ya no es él mismo, ni es capaz siquiera de plantearse llegar a ser el que, en realidad, querría ser. Bienvenido a la nueva ciudadanía que, ofreciendo una libertad falsa en su discurrir al margen de la realidad, termina generando desengaño, vacío y frustración.

El problema es que los actos humanos siempre –“velis nolis”– tienen consecuencias, tanto en la persona que los realiza como en el conjunto de la sociedad; y una legislación permisiva que osa elevar a la categoría de derecho lo que no es más que un deseo egoísta o espurio, contribuye a la configuración de una sociedad corrompida y degradada, degradación que al acampar e instalarse de forma generalizada –como es el caso, y salvo raras excepciones– en la clase política, desemboca en un gobierno tiránico que no admite ni entiende la libertad del individuo ni de su conciencia, quedándose tan sólo con el principio rousseauniano de que la ley es la expresión de la voluntad general, erigiéndose así el Estado en la nueva religión, y legislación en la única fuente de una moralidad relativa, fugaz y oportunista, pegada a intereses ideológicos y partidistas, rendida a los instintos más bajos, y frecuentemente alejada de lo que correspondería a la dignidad del ser humano.

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