Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 3 julio 2011.
¿Disciplinados o autómatas?
Por Carmelo Paradinas. Abogado.
En las grandes catástrofes que, unas veces por causas naturales y otras por la intervención del propio hombre, azotan a la humanidad, se producen maravillosos actos de abnegación. El maremoto de Japón del pasado mes de marzo y el subsiguiente desastre nuclear de Fukushima, nos han ofrecido dos ejemplos de ello. En primer lugar, la abnegada, heroica actuación de bomberos y técnicos de la central. Ellos conocen, antes y mejor que nadie, las grandes probabilidades que tienen de contraer cáncer, a causa de su continuada exposición a la radioactividad. El segundo ejemplo ha sido la ejemplar actuación del pueblo japonés, siempre obediente a las indicaciones de las autoridades, disciplinado, comedido. Algunos medios informativos han contrastado esta actitud con la de otros países en situaciones similares –Estados Unidos, entre ellos-, con disturbios, vandalismo y pillaje.
Tenía yo totalmente asumido lo que antecede, cuando hace unos días, comentándolo con un amigo, me descabalgó sólo con dos palabras:
– ¿Abnegados?… ¡Autómatas!
Y me puse a reflexionar.
Hace unos años, por motivos profesionales, hube de adentrarme en el mundo de la “TQM”, “Total Quality Management”, calidad total, la perfección en el trabajo, la excelencia en el producto. Y allí me encontré con los japoneses, considerados los maestros en estas técnicas, que ellos no han inventado, como tampoco han inventado la fotografía, el reloj o la automoción…pero ahí están.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial fueron implantadas en Japón unas técnicas, revolucionarias y rigurosas, diseñadas en Estados Unidos por especialistas como Deming, Crosby o Stewart, para alcanzar, no solamente la plena satisfacción de los consumidores de un producto, sino la perfección del mismo. Ningún teórico de estas nuevas técnicas hubiera podido imaginar un ambiente social, laboral y psicológico más adecuado para esta tarea como el japonés. ¿Quién podría soñar con trabajadores que llegan a anteponer la empresa a su familia, que valoran más un reconocimiento público ante sus jefes y compañeros –profusión de reverencias incluida- que un ascenso, un aumento de sueldo o un despacho más grande? Unos trabajadores que antes de iniciar cada día el trabajo cantan el himno de la empresa con unción monástica y que puestos en trance –supongo que para ellos agónico- de promover una huelga, adoptan la insólita medida de fastidiar el mecanismo de la compañía por exceso en vez de por defecto, o sea… trabajando más y más aprisa.
Llegados a este punto, he de conceder a mi suspicaz amigo que autómatas no son, pero da la impresión de que quizás les encantaría serlo. Echando una ojeada a los diagramas de producción de empresas japonesas con implementación de TQM, uno cree estar ante aquel utópico, casi enloquecedor “Mundo Feliz” de Aldous Huxley.
Japón comparte con Rusia el triste puesto de ser los dos países con mayor índice de suicidios del mundo. En el primero de ellos, que es el que nos ocupa, se producen más de treinta mil al año, lo que se traduce en más de uno cada media hora. Pero, en mi opinión, acaso un aspecto más dramático que el cuantitativo, en Japón, es el cualitativo. Siempre he pensado que quien, bajo presiones angustiosas, es capaz de vencer el instinto más primario de todo ser vivo, cual es conservar la propia existencia, tiene un tremendo, trágico defecto de funcionamiento. Pero otra cosa es el suicidio frío, casi institucional, como los rituales para lavar un deshonor o los escuadrones de kamikazes de la Segunda Guerra Mundial. Aquí el suicida actúa de forma premeditada y planificada. Y, en este campo, los japoneses tienen también un triste record.
Se equivocaría quien, a estas alturas, pensara que yo pretendo, de alguna forma, denigrar o mermar el mérito del pueblo nipón. Ni mucho menos. Lo que pretendo es convencerme a mí mismo y convencer a quien me lea, de que quien intente juzgar a la ligera la conducta de un pueblo, a favor o en contra, emitirá una opinión desenfocada, cuando no totalmente errónea.
Los pueblos tienen su pasado histórico, religioso, moral, político o cultural, del que no pueden desprenderse ni para mal ni para bien. Y los individuos que dan contenido a ese pueblo tienen su idiosincrasia, amalgama de elementos que van desde la propia constitución física hasta arraigadas convicciones, recibidas por impregnación secular de aquel pasado histórico, religioso, moral, político o cultural. Y a la hora de emitir ese juicio, hay que intentar –probablemente nunca conseguir- una buena actitud de empatía para entender el porqué de una, a nuestro criterio, buena o mala conducta. Y, por supuesto, jamás intentar trasplantar esa conducta de un pueblo a otro, sin más. Los japoneses son como son e intentar comparar sus actitudes con las de un norteamericano de Nueva Orleans o un haitiano es un perfecto ejercicio de inutilidad.
Pero, además, si ese juicio que queremos emitir se encuadra en el ámbito de lo que denominamos “heroísmo”, creo que el empeño se hace poco menos que imposible. Ni siquiera el concepto de heroísmo es fácil de alcanzar ya que concurren en él lo absolutamente subjetivo, lo extremo y lo variable. Lo que unos entenderían como heroísmo para otros sería, sencillamente, cumplimiento del deber y para otros, acto de demencia. Si un acto heroico se pusiera en la máquina del tiempo y se repitiera como en una moviola media docena de veces, idéntico, con los mismos protagonistas y situación, ¿en cuántas aparecería de nuevo la heroicidad y en cuántas no? Los propios héroes, puestos en esta tesitura, dudan muy seriamente de que volvieran a repetir.
Yo creo que la mayoría estamos de acuerdo en que la verdadera heroicidad es la que se prolonga en el tiempo, normalmente de forma callada, sin alharacas, viéndose coronada la mayoría de las veces por el éxito pero otras, sin dejar por ello de ser heroicidad, no. Y, con certeza, ahí va a ser donde los japoneses demostrarán –llamémosle como queramos-, su verdadero temple. Ya lo han hecho una vez y lo volverán a hacer.
Grupo GESI