Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 23 de septiembre de 2018 por Ginés Marco. Decano de la Facultad de Filosofía, Antropología y Trabajo Social de la Universidad Católica de Valencia.
«Ahora que el verano astronómico toca a su fin, recuerdo algunos libros que han pasado por mis manos en estas semanas de vacaciones y de cuya lectura he disfrutado, precisamente porque me han proporcionado pistas para analizar esa realidad convulsa que nos envuelve. Me estoy refiriendo a dos libros que, aun partiendo de premisas divergentes y de períodos longitudinales amplios (1953-2017), tienen un trasfondo común.
El primero de estos libros, The University of Utopía (1953) tiene como autor a Robert M. Hutchins, que fue President de la Universidad de Chicago. Compara el modo de ser de la educación superior en Estados Unidos con el de un supuesto país europeo, de nombre “Utopía”, en el que los altos ideales no conocen desmayo. Una democracia, sostiene Hutchins, no puede sobrevivir a menos que la gente esté educada para usar el sufragio de forma sabia. No se trata de enseñar a los jóvenes cómo ganarse un sueldo, sino de generar ciudadanos libres y responsables. Las descripciones de Hutchins, que por utópicas tienen algo de intemporales, son altamente aplicables a nuestro contexto. A pesar de tratarse de un ensayo en el que parte de una idea imaginativa (un país ideal con una universidad ideal) no trata de alejarse de los problemas reales, sino más bien que sus propuestas alcen el vuelo. Tiene en la cabeza la realidad norteamericana, en la que la idea de educación superior se ha reducido al pragmatismo de la productividad y que –como refiere Javier Aranguren, uno de sus estudiosos en España–, la educación liberal sea entendida como un anacronismo aristocrático, frívolo, irrelevante y decorativo, pues lo relevante es alcanzar el poder político y tecnocrático.
Lo utópico conecta con la ironía como herramienta retórica: sabe que va a hablar de algo inexistente, o imposible, dada la condición humana. Pero eso no impide que realice su propuesta: entre la nada y el todo hay una gama amplia de grises; y sus reflexiones podrían quizá servir para escapar de la atonía dominante. Por otro lado, la ironía le sirve como tábano para despertarnos de nuestro sueño dogmático. Convendrá conmigo el amable lector que hacer notar, en una de sus más conocidas afirmaciones, que “sería necio quien dijera que Newton ha enseñado más a Occidente que Shakespeare” no deja de ser un golpe de gran profundidad intelectual.
Cuatro dardos lanza Hutchins respecto a lo que él considera una deriva de la Universidad de 1953: 1) contra el materialismo, que imbuye nuestra sociedad y que se ha transmitido por ósmosis en la Universidad, teniendo una de sus manifestaciones en el auge de indicadores de productividad, mientras quedan relegados a la marginalidad el arte y el pensamiento; 2) contra la especialización, que promueve un número cuasi infinito de posibilidades docentes en el aula universitaria, desde la peluquería hasta la matemática; y en donde se concibe a los estudiantes como clientes, a los padres como inversores, a la industria como guía y a la sociedad como agentes de conformidad; 3) contra la carencia de un humus común, que se manifiesta en la proliferación de líneas paralelas de pensamiento, entre las cuales se niega incluso la posibilidad de aplicar el principio de no contradicción (lo que hoy conocemos como “postverdad”); y 4) contra la conformidad social y política, que nace de la comprensión de la educación superior como negocio (público o privado, eso da igual) y que supone la presencia habitual del peligro de adoctrinamiento, ya sea en nombre de un régimen totalitario o enarbolando la bandera de la democracia. El miedo a la verdad va unido al rechazo de la libertad académica. La pregunta que cabe hacerse es si después de 65 años seguimos en la misma situación o hemos empeorado…
La segunda obra leída es la publicada en 2017 por Steven Sloman y Philip Fernmach, expertos en ciencia cognitiva, con el título The knowledge illusion: why we never think alone, que podríamos traducir al castellano como “La ilusión del conocimiento: por qué nunca pensamos en solitario”. Afirman que, en nuestra vida cotidiana, casi siempre somos eficaces en el momento de tomar decisiones prácticas y de usar objetos sencillos como una bicicleta, un mechero o un interruptor, pero raras veces conocemos a fondo los elementos que empleamos o la información que está en juego. Y la razón de nuestro acierto práctico es el hecho de que nos movemos confiando en la sabiduría de otros.
Los dos psicólogos elaboran su tesis sobre la ilusión del conocimiento. Nuestro engaño es doble: por un lado, pensamos que sabemos más de lo que en realidad conocemos: somos ignorantes sin saberlo. Por otro lado, en nuestra sociedad domina la falsa idea de que nuestro conocimiento tiene un carácter individual y autorreferencial, cuando, en realidad, gran parte del conocimiento se sostiene por la división de tareas cognitivas y se basa en una confianza y una mediación comunitaria.
Al explicar nuestro modo de pensar, estos autores desmienten que la inteligencia humana funcione como un ordenador, acumulando datos para cotejarlos y luego concluir en forma de toma de decisiones. En las ciencias cognitivas ya apenas se usa la metáfora de la mente humana como máquina procesadora. Más bien, exploramos la realidad con razonamientos causales imperfectos. Con frecuencia nuestras argumentaciones están afectadas por emociones y, lo que es más sintomático, tendemos a saltarnos pasos del discurso lógico sin verificarlos, porque confiamos tácitamente en un saber y un sentir comunitarios.
Ahora bien, si la tesis de la doble ilusión del conocimiento es cierta, una consecuencia razonable sería reconocer a las claras nuestra ignorancia. Sin embargo, rehusamos hacernos cargo de nuestra realidad personal con humildad, por mucho que nos convenga cognitiva o moralmente. Nos resistimos a admitir nuestra cuota de superficialidad. Más aún, nuestra cultura está difundiendo un narcisismo delirante que genera una tendencia al menosprecio de los intelectuales y de la autoridad, no movido precisamente por un sano escepticismo, sino por un resentimiento hacia quienes están constituidos socialmente como expertos, sean médicos, juristas o profesores. Llevando esta afirmación hasta el extremo cabría decir que el ciudadano más iletrado podría suplantar al verdadero experto. Lo único que necesita es saber venderse.
En esta deriva cultural cumplen su cometido las tecnologías de la información. Internet nos anima, sin ser especialistas en medicina, a diagnosticar, recetar y automedicarnos basándonos en una pluralidad de síntomas que acaban siendo comunes al de muchas patologías. E incluso a veces nombrando comisiones de pseudo-expertos, afines en lo ideológico, para que ratifiquen lo que el poder quiere proyectar.
De esta deriva cultural tampoco está exenta la institución universitaria, cuando los estudiantes dan por bueno que los profesores citen textos confusos de dudosa procedencia académica, aunque resulten aparentemente brillantes; o cuando los docentes dejamos de ser dignos de confianza al privar de acompañamiento a nuestros alumnos en su aprendizaje y abdicamos de la verdadera influencia de nuestras sesiones didácticas, ya sea por acción o –las más de las veces– por omisión (vagancia).
En definitiva, urge apostar por la excelencia porque la credibilidad de las personas y de las instituciones está en juego.»