Egocentrismo, egoísmo, egolatría

Egocentrismo, egoísmo, egolatría

Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias del domingo 8 de enero de 2017 por Carmelo Paradinas, Abogado.

«Mala cosa es que, ante una palabra de uso común, tengamos necesidad de recurrir al diccionario. Puede significar pobreza cultural del usuario o pobreza expresiva de la palabra. El uso común, además, puede tener importantes matices, diferentes, incluso, del sentido oficial del diccionario. Por eso, ahora prescindiremos de él para aventurarnos en una investigación sobre el terreno  y luego sacar conclusiones.

¿Es lo mismo ser egocéntrico, egoísta o ególatra? Yo creo que no, a pesar del sentido negativo que por igual damos a las tres expresiones.

Dios ha creado al ser humano no sólo individual e independiente, sino consciente de su individualidad e independencia. Desde su intimidad, a través de los maravillosos ventanales que son sus sentidos, percibe lo que le rodea, entre ello a sus congéneres, que son como él, pero que no son él. Las necesidades vitales de cada individuo, sus tendencias naturales, sus apetencias, son suyas, no de los demás. Satisfacer todas ellas es también cosa suya, tampoco de los demás. Y así, subjetivamente, cada persona queda constituida en centro de cuanto le rodea. Esto es el egocentrismo, un posicionamiento físico, natural, aséptico, sin aspecto negativo alguno, como unas coordenadas.

Pero el egocentrismo no es hermético; tiene portillos abiertos a dos fundamentales realidades exteriores familia y sociedad. Y la satisfacción de las necesidades, tendencias y apetencias individuales ha de compartirse y compatibilizarse con los miembros de ambas. Lo de compartir y compatibilizar no se lleva bien con individualidad e independencia; el egocentrismo puede perder su carácter aséptico y la persona buscar sólo sus intereses, en perjuicio de los demás. Nace así el egoísmo, defecto del carácter que puede llevar a algunos de los que lo padecen al extremo de rendir adoración a su ego, a sí mismo: la egolatría.

En resumen, todos somos egocéntricos, muchos egoístas y no pocos, ególatras.

La condición humana es proclive a lo negativo. El egoísmo, degeneración de su natural  egocentrismo, es la primera manifestación de ello, ya que afecta a los conocidos fundamentos del ser humano, individualidad e independencia. En él encontramos la raíz de los grandes defectos del hombre, condensados en los pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, envidia… Esta primacía no es puramente conceptual, sino estadística; por su escasez, resultaría más fácil contar a quienes no son egoístas que a quienes lo son. Los pesimistas afirman, incluso, que sin excepción, el defecto del egoísmo a todos nos afecta.

La técnica y la proliferación mediáticas nos dan a conocer, con escalofriante detalle, la tremenda situación de miseria de algunos colectivos, países enteros en ocasiones. Este drama se ha dado, incluso con mayor crudeza, en otros muchos momentos de la historia de la Humanidad, pero esta superior información actual parece haber despertado cierta sensibilidad. Se denuncia el criminal egoísmo de un sector de la Humanidad, situado ya no en la abundancia, sino en una desmesurada riqueza, indiferente a la absoluta escasez de otros. Ese «despertar» de la sensibilidad no ha alcanzado a ese sector económicamente más favorecido ni, por lo que se ve, a quienes, por su autoridad política, se supone tienen la obligación de intervenir para remediarlo. Y todo sigue no igual, sino cada vez peor.

La Iglesia Católica ha sido siempre especialmente sensible en este aspecto, haciendo del desprendimiento hacia los demás una de sus premisas. La asumió, significativamente, bajo el nombre de «caridad», virtud identificada  con el amor, lo que prueba su más alta conceptuación. Desde su fundación, grupos e instituciones, cada vez mejor organizados y eficaces, han cubierto necesidades abandonadas por quienes debían y podían atenderlas.

En los últimos tiempos, la Iglesia, sin prescindir del fundamento de la caridad, ha dado un paso más al proclamar que la ayuda a quien lo necesita ni debe ni puede circunscribirse al tradicional concepto de justa reciprocidad, contenido en las cuatro posibilidades del Derecho Romano: doy para que des, doy para que hagas, hago para que des, hago para que hagas; que la justicia comprende en sí misma un necesario componente de gratuidad, es decir, dar o hacer algo sin esperar nada a cambio. Los excluídos de la sociedad nada tienen para corresponder. Esta novedad, propuesta solemnemente por los últimos Papas, es compartida por pensadores y políticos no católicos, pero, en la práctica, la situación sigue igual.

En realidad, no es rigurosamente exacta la referencia anterior a aquellos que «por su autoridad política, se supone tienen la obligación de intervenir» para remediar tan penosa situación. Ciertamente, esa intervención es necesaria, pero la verdadera solución está en manos de toda la Humanidsd. Esa Humanidad que, cada vez más asentada en un feroz egoísmo, hace temer que tal solución esté tan lejana como la estrella Ganímedes.»