El cuento de la lechera prudente

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Por Carmelo Paradinas. Abogado.

Un español, por escéptico y aun descreído que sea, tiene tres artículos de fe en los que cree a pies juntillas: los refranes, las moralejas de las fábulas y las sentencias del Quijote. “El que a buen árbol se arrima…”, “Tu cabeza es hermosa pero sin seso” o “Con la Iglesia hemos topado, Sancho”, son ejemplos de estas frases lapidarias con que suele poner punto final a una conversación, sin que nadie ya se atreva a replicarle. Sin embargo estas consejas populares, en no pocas ocasiones tienen un enfoque falso o son abiertamente erróneas. Tal es el caso de la fábula popularmente conocida como “El Cuento de la Lechera”.

Todos sabemos que esta fábula, que según parece tiene su origen en Esopo si bien en nuestro país se conoce en la versión que de ella hizo Félix de Samaniego, cuenta la historia de una joven lechera que, mientras caminaba con un cántaro de leche en la cabeza, fantaseaba con los beneficios que la venta y reinversión –diríamos en moderna terminología financiera- de esa leche le iban a proporcionar. Beneficios tan estupendos, que entusiasmada por su futura prosperidad, se puso a saltar, con lo que el cántaro fue al suelo, perdiéndose la leche y sus sueños de prosperidad. La moraleja es que no se debe soñar despierto, que hay que tener la cabeza en el “hoy y ahora” y los pies en el suelo. Y ahí está el error de interpretación. Cierto es que hay que tener los pies en el suelo, aunque no sea más que para conocer la propia estatura, como dijo Antonio Machado; pero en nuestro cuentecillo, lo que la lechera hizo mal no fue fantasear, soñar despierta, sino ponerse a saltar llevando un cántaro sobre la cabeza.

La humanidad ha evolucionado, mayoritariamente, por “cuentos de la lechera” en los que no se dejó derramar las leche. Desde los sueños de dominio de Alejandro Magno, Atila o Gengis Khan, hasta las fantasías de unos jóvenes que, trabajando con su ordenador en un garaje, se convirtieron en magnates de la informática. Por soñar despierto, Colón se encontró con América., Vasco Núñez de Balboa con el Pacífico y Alexander Fleming con la penicilina. Encuentros no debidos al azar, pues como bien dice Disraeli, en el azar solamente creen las personas volubles, sino a la Providencia, que suele aliarse con los soñadores y premiar su tesón con logros de tal magnitud que ni siquiera cupieron en sus sueños… Premiar su tesón, digo, y ahí está el verdadero secreto: ponerse a trabajar duro para sacar adelante su sueño, con eficacia y prudencia, sin dar brincos absurdos que malogren su sana fantasía.

El soñar despierto, la fantasía, no son malos en sí mismos. Muy por el contrario, la sana fantasía, como producto del espíritu, es eficaz instrumento para hacernos salir de la vulgar tendencia al materialismo y acercarnos a la realidad de nuestra trascendencia. “El que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo”, escribió Bécquer. Lo malo es quedarse anclado en los sueños, sin echar a andar con decisión pero con prudencia para alcanzarlos.

Ni Samaniego ni mucho menos Esopo, sabían lo que es una empresa en la forma que hoy día la conocemos; pero lo bien cierto es que el cuento de la lechera parece expresamente escrito para los actuales empresarios. La imaginación, la fantasía, el soñar con proyectos ambiciosos, son elementos básicos de un empresario. Nadie se los puede sugerir y mucho menos imponer. Si no los tiene por sí mismo, espontánea y naturalmente, más vale que se dedique a otra cosa porque empresario, lo que se dice empresario, no es.

Pero viene luego la segunda parte, o sea, llevar a la práctica esos proyectos ambiciosos de forma eficaz y prudente, sin dar cabriolas que den con el cántaro de leche en el suelo. Y ahí ya intervienen factores externos que el buen hacer del empresario ha de controlar, ya que pueden introducir elementos discordantes y peligrosos. Porque van a ser muchos los que se apresten a ayudarle a llevar el cántaro, ofrecerle otros cántaros mejores y más capaces o sugerirle una forma diferente de planificar la operación leche – vaca – ternero.

A finales de los años sesenta del siglo XX cobraron auge los polígonos industriales. Muy cerca de Valencia se creó uno muy importante que atrajo la atención del empresariado valenciano. Empresas familiares con muchos años de tradición y gran prestigio, boyantes, que desarrollaban su actividad en locales pequeños, en ocasiones precarios, fueron tentadas por estos colaboradores -por supuesto, nada desinteresados- a que acabo de referirme. Construyeron naves industriales e instalaciones, en ocasiones casi faraónicas y se trasladaron a ellas buscando un lanzamiento exponencial de su negocio. No me atrevo a decir que la mayoría, pero sí que fueron tantas las que no pudieron soportar el peso de los nuevos costes y tuvieron que cerrar, que aun en nuestros días ese polígono arrastra el mal sobrenombre de “el valle de los caídos”.

En una época como la que vivimos, de profunda -y larga- crisis económica, los poderes políticos y económicos que se supone han de colaborar con los empresarios para capear el temporal, deberían tener en cuenta todo esto para evitar que su ayuda no sea tal, sino un factor de discordia que acabará con el cántaro hecho añicos y la leche perdida. Y lo peor del caso es, según a mí me parece, que después del fracaso estratégico que ha conducido a la crisis, se está volviendo a iniciar el mismo camino.

Y así no habrá cántaro que dure.

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