EL DESCUBRIMIENTO DEL HUECO DEL ASCENSOR

EL DESCUBRIMIENTO DEL HUECO DEL ASCENSOR

Pedro Talavera

Profesor titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política (Univ. València)

«Cuando uno escucha los debates parlamentarios, en especial los de esta última temporada prenavideña, es difícil no acordarse de Don Draper, el turbio protagonista de la serie Mad Men, supuestamente la mejor serie de la historia de la televisión (finalizó en 2015). El personaje de Draper, inspirado en los creativos que revolucionaron la publicidad en los años 60, no solo vive de crear eslóganes impactantes, sino que él mismo es un eslogan. Draper es el paradigma de la increíble superficialidad e inmadurez que puede llegar a presidir los planteamientos de una gran mayoría de personas, supuestamente adultas, que poseen incluso títulos universitarios, que llegan a ocupar puestos relevantes en las finanzas, la empresa o la política, y que manifiestan en sus palabras y comportamientos un alarmante infantilismo, como si protagonizaran un spot navideño de la lotería, de automóviles o de perfumes, completamente ajenos a lo que les demandaría el freudiano y muy sensato ‘principio de realidad’.

En una de las escenas más conocidas y devastadoras de la serie, Draper aprieta el botón del ascensor en el rascacielos donde trabaja. Las puertas se abren, pero la cabina no está ahí. Don se asoma extrañado al hueco y sufre un shok existencial ante la visión del hueco abismal, con los cables, los rieles, los engranajes…, todo el complejo mecanismo que está oculto detrás de un objeto que usa a diario sin que jamás haya reparado en que todo estaba ahí. Retrocede unos pasos, completamente aturdido por la epifanía. Abre un cajón de su mesa, saca una botella de wisky, se sirve un buen vaso y bebe, tratando de asimilar lo que ha visto: la realidad, la verdadera realidad, que se sustenta sobre engranajes muy complejos y muy alejados de la superficialidad de sus eslóganes.

Draper encarna el ‘infantilismo’ posmoderno. Esa visión del mundo en donde los fenómenos humanos -las guerras, los estados, las instituciones, las familias, la sexualidad- no tienen causas ni estructuras, son fruto exclusivo del voluntarismo emotivista, y funcionan -se crean y se transforman- al dictado de sentimientos o de ideologías. El infantiloide (con título universitario) ignora que toda realidad tiene por debajo engranajes muy sofisticados, que suelen estar ocultos, y que son los responsables de que esa realidad funcione. Cuando las personas, las cosas y las instituciones funcionan podemos vivir cada día ignorando los engranajes y fantaseando con cambiar la realidad a golpe de discurso ‘performativo’; pero cuando algo se estropea entonces hay que ir a la parte de atrás del frigorífico, quitar la tapa y arreglar el complicado mecanismo, que era lo que permitía mantener el frío en su interior. El debate sobre la autodeterminación de género es el epítome de esta actitud. Pensar que la voluntad se puede imponer a golpe de sentimiento sobre la biología es pensar que el ascensor funciona porque se aprieta un botón de baquelita.

Buena parte de responsabilidad en el elevado grado de candidez y adanismo que demuestran muchos de nuestros gobernantes procede del enfoque educativo que ha adoptado la posmodernidad. En la familia y en la escuela se convence a los niños de que el mundo existe sólo para ellos y que podrán ser lo que deseen, sin ningún límite, movidos por un voluntarismo que funciona como criterio de verdad. ¡Vive tu sueño! Los sentimientos pasan a ser la escala propia de todas las cosas. Esta idea ya no cambia, queda grabada en el inconsciente, e incluso se acrecienta cuando el niño alcanza la edad adulta. ¿Quién se atreve hoy a negar a un chico que sea una chica (o viceversa) si él manifiesta que así lo siente? La medida de las cosas deja de ser un orden objetivo y pasa a ser una percepción privada cuyo único fundamento es el voluntarismo y el sentimentalismo del yo. Sorprende comprobar el infantilismo sentimentaloide que preside la cultura moral de los universitarios, más determinada por Dulceida, Jaime Altozano o María Pombo que por Aristóteles o Kant. En una de mis clases explicaba hace unos días las razones por las que no se puede afirmar que un árbol tenga derechos y varios estudiantes replicaron, casi ofendidos: ¿cómo que un árbol no tiene derechos?

Pero tarde o temprano llega el momento en que la puerta del ascensor se abre y hay que enfrentarse al complejo y descarnado engranaje de la realidad. Entonces, afortunadamente, hay muchos que despiertan y, con no poco esfuerzo, acaban entendiendo que el funcionamiento cotidiano de la sociedad y de sus instituciones es un milagro que ha costado siglos construir y que, como decía Ortega, se asienta sobre un equilibrio tan precario que en cualquier momento se puede desmoronar. Otros, en cambio, se atrincheran en el síndrome del niño mimado y quizás la fortuna, el imprevisible efecto de la política o el estado del bienestar les permiten seguir jugando en la edad adulta. Pero lo más alarmante es que, según las estadísticas, cada vez más adolescentes y jóvenes no digieren el shok del ascensor abierto y se suicidan.

En los interminables debates educativos que afrontamos en cada nueva legislatura solemos perdernos en proponer innovaciones metodológicas, cuando lo que verdaderamente necesitamos es recuperar un modelo antropológico sólido. ¿Sería muy impertinente por mi parte aconsejar a nuestros dirigentes la lectura (en su caso, relectura) del clásico de Alasdair MacIntyre: Tras la virtud