Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 7 agosto 2011.
El llanto infantil
Por Carmelo Paradinas. Abogado.
Sobre el silencio tranquilo de la tarde de verano puedo oír, lejano pero claro, el llanto de un niño. Se trata de uno de esos berrinches monumentales que hacen temer que, de un momento a otro, algo se rompa en el interior del chiquillo y caiga fulminado o se quede sin voz para toda la vida.
Para alcanzar el estado adulto, los seres humanos recibimos miles de enseñanzas que van desde cosas tan elementales como sostener una cuchara o abrochar un botón, hasta otras más complejas, como las normas de buena educación y convivencia, por ejemplo. En contrapartida, vamos relegando al olvido una serie de conocimientos instintivos que traemos impresos al nacer, algo así como el software de inicialización de un ordenador nuevo; lo necesario para echarnos a andar por el mundo.
Una de esa especie de herramientas instintivas es el llanto: el llanto infantil, diremos para diferenciarlo de otros llantos que, desgraciadamente, nos acompañarán toda la vida. Coloquialmente, el “berrinche” de los niños. Tan importante, que es la primera habilidad que el ser humano ejercita al nacer. Le obligan a abandonar un recinto en el que se encuentra cómodo y seguro para sujetarlo por los pies y darle unos sonoros cachetes en el culo. Mal empezamos. Y llora desesperada e infructuosamente. Pero poco después siente hambre, vuelve a llorar y esta vez sí le atienden y le dan de comer. A partir de ese momento, la herramienta “llanto infantil” se hace cada vez más eficaz: sirve para que a uno le acunen, le paseen o le cambien los pañales. Y como ha aumentado el número de quienes están pendientes de sus deseos (léase abuelos, tíos, hermanos mayores, etc.), se siente poderoso. Y si no es rápidamente atendido, aumenta la intensidad de sus lloros: en ese momento nace el “berrinche infantil”.
Decía yo hace un momento que estas habilidades naturales se pierden al alcanzar el estado adulto, y es una lástima. Se trata de enseñanzas directas impresas, como su nombre indica, por el mejor maestro: la Naturaleza. Pero si somos observadores, en la mayoría de los casos podremos reutilizar estas enseñanzas con gran provecho para toda nuestra vida. Afortunadamente, tal es el caso del “berrinche infantil”.
El llanto del niño se apoya sobre tres puntos: la confianza, la perseverancia y la carencia de prejuicios. Como corresponde a esta “herramienta”, son puntos de apoyo naturales, instintivos. El niño sabe que aquellos en cuyos brazos se encuentra pueden resolver su problema y lo pide, clara, inequívocamente. Y si no es atendido insiste, pertinaz, insolente incluso. Si pueden, ¿por qué no lo hacen? Y persevera en su petición. El niño, en sus primeras épocas, no es consciente de que con sus estrépitos está molestando severamente a su familia y a todo su entorno. Más delante sí es consciente, pero su inmadurez social le hace indiferente a esa molestia. Se dice frecuentemente que los niños son crueles; no lo son más que los adultos, pero carecen de la madurez social necesaria para disimular su crueldad. Estoy en una reunión de trabajo y uno de los asistentes no sólo se muestra disconforme con mis ideas, sino que lo manifiesta de forma desabrida y poco cortés. Tiene una nariz de buen tamaño y pienso para mis adentros: “No te fastidias, el narizotas este…”. Y ahí queda la cosa. Si yo fuera un niño de seis años, me plantaría delante de él y le cantaría: “¡Narizotas!”, y se armaría. Esa es la diferencia. Igual de cruel, pero más prudente. El niño carece de convencionalismos sociales. Es en este momento de consciencia más desarrollada pero socialmente inmadura cuando se hace cierto lo que escribió Wenceslao Fernández Flórez: “Los niños son mendigos por intuición”, expresión algo fuerte pero que, básicamente, se ajusta a nuestro punto de vista.
Al llegar a la madurez, estos tres puntos de apoyo instintivos pueden –deben- convertirse en virtudes morales. Pues bien, si yo tengo una confianza ciega, una tenaz perseverancia y un recto criterio, ajeno a influencias ajenas, puedo obtener tan importantes logros como un recién nacido con su llanto. Como ahora se trata ya de virtudes morales, yo he de saber manejarlas para eliminar aspectos tolerables en su estadio de impronta natural en un chiquillo, pero no en una virtud de adulto.
Confiar es necesario. Nadie puede vivir sin confiar en alguien; si no lo hace así, acabará depositando la confianza únicamente en sí mismo y eso es una aberración. Por supuesto, no me refiero a las confianzas parciales que el hombre va a necesitar a lo largo de su vida cada vez que va al médico, o al abogado o se sube a un avión o a un vehículo público, por ejemplo. Me refiero a lo que podríamos llamar una confianza existencial porque en ella se apoya su propia existencia. Excepcionalmente puede estar personalizada en un solo individuo, como es la confianza en el cónyuge o en un familiar que asume, unilateral o recíprocamente, la convivencia y atención personal. Pero lo habitual es que esa confianza global, vital, se deposite en un concepto trascendente, como puede ser un ideal político, un empeño social o, el más elevado de todos, la creencia religiosa. El más elevado, porque es obvio que la confianza en Dios, un ser omnipotente y bondadoso, es la mayor que se puede tener. El problema está en que para eso hay que tener fe, y aunque todos podemos hacer lo posible por alcanzarla, no todos lo logran.
La perseverancia, por su parte, es una virtud que, en nuestros tiempos, está devaluada. Se vive deprisa y los éxitos parecen mayores si son rápidos. A la vista de sus desastrosas consecuencias, hoy ya nadie habla de la “cultura del pelotazo” pero sigue ahí. Por el contrario, la perseverancia es una virtud silenciosa, prudente, que “caza de largo” y permanece en la sombra incluso cuando sobre ella se ha conseguido un éxito rotundo. Y no nos engañemos: la perseverancia no sólo está al alcance de todos, sino que es el único medio eficaz de que podamos conseguir lo poco o mucho a que, a cada uno según su destino y posibilidades, podemos aspirar. No siempre se ven, en el triunfo de un gran músico, un investigador o un deportista, por ejemplo, las horas de estudio, de ensayo, de entrenamiento, día tras día, sin ceder al desaliento ni a los cantos de sirena que le susurran que lo mande todo al diablo y se entregue a una vida menos sacrificada…Y no son estos cánticos de sirena los únicos que acechan al perseverante, al que nunca faltarán los consejos –más cargados de envidia que de caridad- de no perder el tiempo y ser más directo. He aquí aquellos convencionalismos que el niño no llega a conocer –por eso es eficaz- y que el adulto ha de aprender a ignorar –si quiere llegar a serlo-.
En conclusión, si nosotros, los adultos, depositamos nuestra confianza en algo, somos perseverantes en ello y no abandonamos nuestro recto criterio, podemos alcanzar tantos logros como un recién nacido con sus lloros insistentes. Lo fundamental es que elijamos bien el objeto de nuestra confianza para que nuestra perseverancia y buen criterio no queden desperdiciados.
Grupo GESI