El madrileño espanto del 2 de mayo

El madrileño espanto del 2 de mayo

Brian Buchhalter Montero. Personal docente e investigador en formación (FPU). Universidad Complutense de Madrid

«El pueblo madrileño tomó irrevocable posesión, el 2 de mayo de 1808, de su preponderante lugar en la historia de España. Comparte este puesto, por ejemplo, con los valientísimos aragoneses que se opusieron, en Zaragoza y en cercana fecha, a la barbarie de Lefebvre; o con los valencianos que, a la crueldad de Moncey, encararon el más elevado amor por la patria (y a los que una discreta placa en las Torres de Quart no hace suficiente justicia).

            En esos oscuros días, el pueblo madrileño se alzó contra el invasor francés y con gallardía defendió los árboles que cobijaban, generosamente, el empedrado de la capital. Hicieron alarde los de Madrid de su esencial coraje y lucharon ferozmente por la independencia de España, dejando indeleble marca de sus agallas. Lo que, desde luego, nunca pudieron saber nuestros adelantados predecesores es que, dos siglos después, otro espanto sucedería: los tristes días de dimes y diretes entre el Ejecutivo nacional y el de la Comunidad de Madrid, con ocasión de las celebraciones por el 2 de mayo. La afirmación de Marx (que la historia ocurre dos veces, una como tragedia y otra como farsa) se ha mostrado, entre nosotros, fríamente real. Desde hace varios días asistimos los ciudadanos a la segunda parte de la historia: se trata de una suerte de representación teatral que, a pesar de los altos cargos que tiene como protagonistas, no consigue superar la calidad de una poco provechosa comedia. Oímos, creo que ya con indecorosa cadencia (perdónenme a mí también por ello), que el Ministro no había sido invitado a los actos, que es un «okupa» o que el Gobierno ya estaba suficientemente representado. Claro, la Ministra de Defensa es sobrada representación (no lo digo con ironía [es de lo mejor del Gobierno]). Se dice, además, que el Ministro en liza ya intervino en las celebraciones del año pasado y que, por tanto, ya tuvo suficiente. Y así las cosas, deseoso de ocupar un lugar que seguramente le corresponde, se hizo presente allí uno de nuestros protagonistas, Félix Bolaños (al que deseo pronta recuperación). Avanzado el decurso de la celebración, intentó el Ministro de la Presidencia acceder a la tarima en que despreocupada reinaba Isabel Díaz Ayuso. Digo intentó porque, tras un difundido forcejeo, le fue imposible subir los escaloncitos que lo separaban de la Presidenta.

            La escena es mucho más relevante de lo que, a primera vista, parece. No es solo muestra de la indeseable desavenencia en que se encuentran dos poderosos Ejecutivos, llamados a cooperar y a trabajar en beneficio de todos. Es prueba de que la crispación e intolerancia, de que la falta de capacidad para resolver inconvenientes ha llegado hasta límites inasumibles en España. Independientemente de quién sea responsable de la pelea, no es dable que los madrileños (directamente) y el resto de los españoles (indirectamente) estemos forzados a presenciar un (ya no simbólico) forcejeo de tal calado. Ninguna proximidad a las elecciones puede absolver a los actores políticos de comportarse con seriedad y decoro: ningunos de los cientos de votos que pueda haber arañado el uno por intentar subir y la otra por impedirlo, justifican degradar así el nivel de la política. Poco rédito electoral podrá obtenerse de comportamientos tan marcadamente infantiles, para nada propios de quienes están llamados a representar a la ciudadanía (que desde luego no puede sentirse proyectada en conductas así). Espero que con severidad se reprenda, en las elecciones, tal falta de saber estar. Falta para la que no hay, además, excusa alguna. ¿Tan difícil hubiera sido llegar a un acuerdo y permitir al Ministro acceder? ¿Tan difícil hubiera sido, para este último, entender que quizás era suficiente la representación del Gobierno? Y en fin: si no son capaces de gestionar sin disonancias un menor conflicto de protocolo, ¿qué podrán hacer con la res publica, con la cosa pública? La previsión no parece halagüeña.

            Tristes están los madrileños de hoy y tristes estarían los madrileños de 1808 si vieran que su heroica resistencia se ha tornado en motivo de baja pelea en perjuicio, sobre todo, de la dignidad de la política española. ¡Ojalá estuviera hoy Goya para retratar inmortalmente otro espanto! Así sacaríamos, aunque sea, algo de provecho.»