EL NUEVO ORDEN O LA VIEJA INTOLERANCIA

EL NUEVO ORDEN O LA VIEJA INTOLERANCIA

Artículo de opinión de Juan Alfredo Obarrio Moreno. Catedrático de Derecho Romano (Univ. Valencia). A.C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, publicado el 29 de agosto en el diario Las Provincias.

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Una peculiar manera de entender la tolerancia ha alcanzado tal relevancia que, por no ser coyuntural, viene generando una angustiosa sensación de desarme intelectual y moral, de ahí que merezca nuestra atención. No lo hacemos por una exigencia académica ni por mero divertimento retórico, esto último sería propio del diletante, sino por una necesidad cívica: hoy, como ayer, se tiene, como diría Machado, que despertar al dormido, o lo que es lo mismo, se debe tener una conciencia vigilante, una conciencia que nos permita comprender el mundo para poder vivir en él. Tarea nada fácil en unos tiempos en los que el célebre lema de Píndaro: “Hombre, sé lo que eres”, o se cuestiona o se proscribe. Los estándares de la supuesta “pureza política” así lo exigen.

Permítaseme que lo ilustre con un clásicocomo es El diablo propone un brindis. Con una ingeniosa metáfora, Lewis ilustra una trágica, pero real, paradoja, la que enseña que el abuso de la democracia determina la negación del individuo en favor del pensamiento único. Con esta claridad lo expresa el viejo diablo: “quienes se aproximan a una humanidad plena retroceden de hecho ante ella por temor a ser antidemocráticos. He recibido información fidedigna de que los jóvenes humanos reprimen un gusto incipiente por la música clásica o la buena literatura porque eso podría impedirles ser como todo el mundo. Personas que desearían realmente ser honestas, castas o templadas lo rehúsan. Aceptarlo podría hacerlas diferentes, ofender el estilo de vida, excluirlos de la solidaridad, dificultar su integración en el grupo. Podrían –¡horror de los horrores!– convertirse en individuos”.

Sé que los hechos siempre son interpretables, y que estos, a menudo, se manipulan sin que ya cause rubor alguno en buena parte de una sociedad que se ha vuelto tan escéptica como postrada; pero si no nos dejamos embaucar, si no permitimos que el hilo del pensamiento se quiebre, los hechos pondrán a prueba una pregunta a priori irreverente: ¿vivimos en tiempos en los que se atisban políticas o leyes totalitarias o escasamente democráticas? Aunque resulte desalentador, así lo entendemos. ¿Qué otra cosa puede decir un profesor de Derecho que ve cómo uno de los pilares sobre los que se sustenta la democracia y el Derecho –la presunción de inocencia– es impunemente desarraigado en aras a una supuesta discriminación positiva en favor del colectivo femenino? ¿Desde cuándo una discriminación es positiva? ¿Cuándo comprenderán que lo que diferencia a un Estado de Derecho de un régimen totalitario, como el cubano, es que en este todo ciudadano puede ser culpable si no se demuestra lo contrario? ¿Cómo es posible que en una sociedad democrática se puedan censurar libros que iluminaron nuestras almas, como pueden ser La cabaña del tío Tom, Las aventuras de Huckleberry Finn o, por “transgresora”, Las aventuras de Tom Sayer? ¿Cómo es posible que no alcemos la voz cuando la Escuela Tàber fue capaz de retirar 200 libros infantiles, entre ellos los “subversivos” Caperucita roja y La bella durmiente, por no ajustarse a los cánones fijados por la todo poderosa perspectiva de género, por lo que fueron calificados de “tóxicos”? ¿Cómo es posible que el periódico The Telegraph hable de la “cultura de la violación” en cuentos tan entrañables como La bella y la bestia o Blancanieves sin que ningún estamento estatal o editorial se rasgue las vestiduras? ¿Cómo es posible que estudiantes de Filosofía de la Universidad de Londres exijan que se retire del currículum académico a filósofos “blancos” de la enjundia de Platón, Kant o Descartes para ensalzar a filósofos africanos o asiáticos de los que, sin duda, “todos hemos oído hablar”? ¿No es este el ideal soñado por el Macartismo? ¿No estamos propiciando que las nuevas generaciones estén menos dispuestas a aceptar o a escuchar puntos de vista opuestos a los propios? ¿No estamos encaminando a nuestros jóvenes a una gris mediocridad en la que la verdad no tiene cabida, y si no la tiene, para qué dialogar, para qué educar, para qué transmitir valores si estos son tan perecederos como las promesas de nuestro sin par Presidente del Gobierno? ¿No estamos creando una atmósfera en el que se señala, por herético, a quien simplemente discrepa con las dos únicas armas que puede –y debe– esgrimir: la razón y la palabra?

Los ejemplos se podrían repetir hasta el infinito, y todos ellos nos enseñarían una gran verdad, la que enseña que las libertades se dan fácilmente por supuestas, pero no hay nada más frágil que la democracia, a la que no se la puede alimentar ni con huecas palabras, ni con medias verdades o con ignominiosas mentiras. Para que la democracia se asiente, se viva y se defienda se hace necesario que se dicten leyes que no sancionen por defender una concepción de la vida o de la política diferente, que no se criminalice al adversario –siempre el mismo, por supuesto–, ni se manipule las conciencias a través de un uso perverso y retorcido de un lenguaje que exige su acatamiento más estricto, y por estricto, estéril (Matria es solo un ejemplo). Lo aprendimos con la lectura de 1984. Nadie mejor que Orwell supo ver cómo un férreo dogmatismo se impondría por el establishment político y social. No se equivocó.

Sé que el terreno en el que me muevo suele ser algo delicado, pero cuando no se tiene una mentalidad servil, ni se busca un acomodo académico más allá del que se alcanza con el esfuerzo diario, uno intenta advertir que si nuestra libertad solo –y exclusivamente– puede darse bajo el implacable poder de unas políticas que paralizan y aprisionan, entonces el individuo está abocado o al exilio interior o a ser esclavo de su propia sumisión, de ahí que hagamos nuestra la proclama que solía reiterar san Juan Pablo II, y que hoy se nos antoja más necesaria que nunca: ¡Europa, vuelve a encontrarte, sé tú misma! «