EL PRÍNCIPE RANA

EL PRÍNCIPE RANA

Artículo de opinión publicado el día 7 de marzo de 2020 en el diario Las Provincias por Vicente Escrivá, abogado y Doctor en Historia.

Posada Herrera, fue un político liberal que alcanzó un gran protagonismo durante la primera etapa de la Restauración, en el último tercio del siglo XIX. Ocupó numerosos cargos en su dilatada carrera política, incluido el de Presidente del Consejo de Ministros. Hábil muñidor de los procesos electorales, fue uno de los artífices de la Constitución de 1869, cuya conmemoración (150 años), ha pasado sin pena ni gloria. Excelente orador, hombre ocurrente y de humor incisivo, se cuenta de él la siguiente anécdota ocurrida durante su etapa como embajador de España ante la Santa Sede. En un día frío del invierno romano de 1868, Posada Herrera visitó la Iglesia de un convento español en hora de clausura para los fieles. Abstraído en sus pensamientos se distrajo de modo que, cubierto, como en la calle, comenzó a pasear y a cruzar bajo las bóvedas sagradas. Un lego se le acercó entonces respetuoso, y señalando al sombrero, murmuró: «Dice su Paternidad que, sin duda, el Sr. Embajador se ha distraído al penetrar aquí cubierto». Y Posada, imperturbable, respondió: «Diga a su Paternidad que estoy en el secreto».

Sirva esta simpática nota de humor para dar pie a un tema de enorme seriedad como es el gran afecto que nuestro Presidente del Gobierno, recientemente electo, siente por el secretismo. Tanto él como sus acólitos más cercanos, han pergeñado unos acuerdos de investidura que bajo eufemismos tales como discreción, reserva o prudencia, han sustraído a la ciudadanía, incluidos a sus propios votantes, el exacto conocimiento y alcance de los mismos. Tal cual aprendices de brujo han intentado despistarnos, confundirnos. La cosa no viene de nuevas. Parece que forma parte de su idiosincrasia e identidad. Siente verdadera fascinación por lo arcano, es decir, por lo recóndito y lo secreto, con tal que, como esas cartas de triunfo del Tarot, le lleve a conquistar y permanecer en el poder. De ahí que un día diga que va a hacer algo y no lo hace, o que diga una cosa y poco tiempo después su contraria. ¡Ah, el oscuro deseo del poder! No hay mejor manera de socavar los principios democráticos que hacerlo discretamente, subrepticiamente. Mejor nos iría a los españoles si siguiera el sabio consejo de D. Quijote a Sancho: «Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala».

En una ocasión le preguntaron al premier laborista Harold Wilson qué cualidades debía reunir un político para ser buen primer ministro. Con flema británica, respondió: “dormir bien y tener un cierto sentido de la Historia”. Supongo que desde que nuestro rutilante Presidente afirmó que lo primero que había hecho al llegar a la Moncloa fue cambiar el colchón y, habiendo superado sus pesadillas de Cuento de Navidad con Pablo Iglesias, dormirá plácidamente en los brazos de Morfeo. Lo que es indudable es que no conoce nuestra Historia.

Le gusta hablar de naciones y Estado plurinacional para referirse a España. Por arte de birlibirloque parece que en las últimas décadas han surgido en esta nuestra querida España, pueblo de palabra y de piel amarga, como cantaba Cecilia, unas cuantas naciones («sujetos políticos», les llama) a lo largo y ancho de su geografía.

La Constitución de 1931 de la II República, esa etapa tan añorada por nuestros actuales gobernantes y que el historiador Tuñón de Lara calificó de «ensoñación colectiva», tras acalorados debates sobre el «problema catalán», reconoció a España, como un Estado integral, cuyas regiones podían constituirse en autonomías (art.1), sin que en ningún caso pudieran federarse (art.13). Bien claro lo expresó el socialista Jiménez de Asúa en los debates constituyentes: “Estado integral en el que son compatibles, junto a la gran España, las regiones, y haciendo posible que cada una de las regiones reciba la autonomía que se merece por su grado de cultura y de progreso […]. Somos nosotros, los socialistas, no un partido político, sino una civilización”. ¡Échale guindas al pavo! No obstante, se trata del modelo que, con importantes modificaciones, seguirá la Constitución de 1978, en su artículo 2º: indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones. No es este el lugar y el momento de entrar a dilucidar cuestiones jurídico-constitucionales. Baste decir que, como reiteradamente ha sentenciado el Tribunal Constitucional, ni autonomía es soberanía, ni una nacionalidad es una nación.

En el último informe sobre calidad de la democracia en el mundo realizado por ‘The Economist Intelligence Unit’ (2018), España se encontraba entre las veinte democracias plenas, por delante de países como Japón, EE.UU, Francia o Bélgica (vaya, quien se lo diría al fugado Puigdemont y Cía.). España lleva más de 40 años siendo un Estado democrático y 32 de ellos dentro de la UE. Creo que hay motivos de sobra para que nos sintamos orgullosos de lo conseguido en estas últimas cuatro décadas, aunque cierto es, siempre hay margen de mejora para afrontar nuevos retos.

Hace unos mases escribí en esta misma tribuna sobre el viraje a babor, hacia esa izquierda radical y neocomunista, que el socialismo de Sánchez representa. Lamento haber acertado en el vaticinio. Todo lo que ha acontecido en los últimos días me hace recordar aquel cuento de los hermanos Grimm «El Príncipe rana». Sánchez ha buscado el beso de los separatistas para alcanzar el poder. Los caminantes blancos, esos personajes de la serie Juego de Tronos tan del gusto de Pablo Iglesias, han llegado a Invernalia. Nos espera, no sé si corto o largo, un crudo invierno.