Artículo de opinión publicado el 2 de abril del 2017 por Vicente Bellver Capella. Catedrático de Filosofía del Derecho (Univ. València)
«Una de las actividades más arriesgadas y meritorias a las que una persona se puede dedicar hoy en día en España es la política. En otros momentos fue tenida por honor; hoy parece una humillación.
Los ciudadanos tendemos a proyectar nuestros anhelos y frustraciones colectivas en los políticos. Quien hoy es contemplado como nuestro libertador, mañana se convierte en la causa de todos nuestros males. En lugar de ejercer un control riguroso y desapasionado sobre la actividad política, preferimos subirnos a la montaña rusa de las emociones colectivas y hacer juicios globales y carentes de ecuanimidad. Pero esta actitud, que no es exclusiva de nuestro tiempo, no conviene a la sociedad. Cada vez que los ciudadanos aúpan a un nuevo político al poder, les gusta que empiece de cero, como si nada bueno se hubiera hecho hasta entonces. Es el espíritu fallero llevado a la política: todo el pasado se quema y se empieza de cero. Con ese afán, que solo mira al futuro sin tratar de aprovechar las aportaciones del pasado, se extiende un cheque en blanco para la acción y se minimiza la necesidad de mantener férreos controles de legalidad. La política se acaba convirtiendo así en una sucesión de periodos de gobierno dirigidos por dos impulsos igualmente perniciosos: liquidar cualquier legado recibido; y actuar eludiendo los controles políticos y de legalidad tanto como se pueda. Este modo de proceder tampoco es bueno para el político, porque lo que disfruta mientras es ensalzado sin medida, lo paga con creces cuando pierde el favor ciudadano.
Este estado de democracia emocional se ha exacerbado en los últimos años. Por un lado, las redes sociales, con todas sus incuestionables ventajas, fomentan más aún los juicios irreflexivos, las descalificaciones globales a los políticos, la intromisión en sus vidas personales y la violencia verbal. Por otro, la política se ha convertido en el “chivo expiatorio” responsable de los males sociales, e incluso personales. Ya no es este político o aquel gobierno el problema, sino la política misma. Surge entonces un espectro, que ahora mismo recorre toda Europa, que es la antipolítica y que consiste en presentar la política ordinaria de los políticos ordinarios como el origen de todos los problemas. Frente a las mediaciones falsificadoras de esa “casta”, la alternativa es dejar que hable el pueblo a través de sus líderes naturales. Si la política siempre fue una actividad ardua, en estos tiempos resulta de alto riesgo.
Por si fuera poco, la coyuntura histórica no facilita el trabajo del político. Cuando la situación es desoladora, cuando realmente todo está arrasado, hay más probabilidades de que se puedan tender puentes y construir políticas razonables entre todos. Después de la 2ª Guerra Mundial era bastante difícil equivocarse acerca de lo que se debía hacer. Tras la muerte de Franco, a pesar de las muchas dificultades que se presentaban para recuperar la democracia, se podía contar con un consenso amplio acerca del modo de proceder. Sin embargo, las dificultades se multiplican cuando la situación política es buena. La Unión Europea no sabe hacia dónde ir porque ha avanzado mucho en sus 60 años de vida. Las democracias occidentales han respondido mal a la crisis porque estaban instaladas en la prosperidad. Hacer política cuando los ciudadanos disfrutan de libertades y bienestar, y perciben sobre todo el riesgo de perder esas posiciones, resulta complicado. Ahí lo tenemos con el drama de los refugiados. Muchos políticos se resisten a cumplir con la ley y reconocer el derecho al asilo de las personas que huyen del horror en sus países porque sienten que los ciudadanos no van a respaldar esas decisiones. Y no se equivocan, porque la mayoría silenciosa cree en el engaño de que los refugiados son una amenaza para nuestra paz y bienestar.
Para colmo, la complejidad del mundo crece de forma acelerada. Los avances tecnológicos, que siguen fascinándonos, resultan cada vez más ingobernables. Las tecnologías digitales han reconfigurado por completo nuestro modo de vivir sin apenas darnos tiempo para reflexionar sobre el modo en que queríamos que lo hiciera. Algo parecido sucederá probablemente con la inminente robotización de nuestras vidas y trabajos. Dar por supuesto que el desarrollo tecnológico por sí solo generará sociedades más prósperas y justas es de un candor inaceptable en el siglo XXI. Pero ¿qué capacidad tiene el político para afrontar los desafíos de la aceleración tecnológica cuando los ciudadanos siguen creyendo, como dogma de fe, que más tecnología es igual a mejores vidas?
Pero no solo la tecnología incrementa la complejidad, también lo hace el Derecho. El político siente, con razón, que el Derecho es demasiadas veces un cepo que ralentiza hasta la extenuación sus legítimas iniciativas. En otras ocasiones lo percibe, y tampoco le falta razón, como terreno pantanoso en el que fácilmente se puede hundir, hasta acabar incluso en la cárcel. Ante esta situación, nada fácil de afrontar, es probable que acabe incurriendo en dos modos de proceder igualmente erróneos: saltarse las normas y confiar en que, en la confusión reinante, no le pillen; o sumarse al reglamentismo y convertir la actividad normativa en un fin en sí mismo. Si lo primero suscita el rechazo unánime de la opinión pública, lo segundo en cambio sigue contando con cierto prestigio social. Muchas veces la acción de gobierno se mide por el número de normas que se han aprobado. Preguntarse si son necesarias y tienen sentido parece innecesario. El dogma tecnológico tiene también su versión normativa: cuantas más normas mejores vidas.
El político tiene que lidiar, además, con las dificultades de siempre: lobbies que presionan y ante los que es fácil claudicar; medios de comunicación que no sólo ejercen la imprescindible crítica política sino que orquestan eficaces campañas de exterminio; unos órganos de control y supervisión que, en lugar de canalizar el impulso político dentro de los marcos de legalidad, bloquean en ocasiones la acción de gobierno; etc. Pero la mayor dificultad del político la tiene consigo mismo: no caer, al ejercer el poder y sentir la adulación de los arribistas, en el engaño de pensar que él es la encarnación del interés general.
Por si todo lo anterior no diera muestra suficiente de lo difícil y arriesgada que es la actividad política, conviene recordar lo que en todo caso trae consigo: exponerse al escarnio público; renunciar a la vida personal y familiar; poner en cuarentena la carrera profesional; y vivir en la continua incertidumbre acerca del propio futuro político. Y todo por una retribución que, en la mayor parte de los casos, no da cuenta ni del trabajo que se hace ni de la responsabilidad que se asume.
A quienes, pese a todo lo dicho, siguen pensando que vale la pena dedicarse a la política, los ciudadanos les debemos reconocimiento, gratitud y elogio.»