Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 15 abril 2012.
En un lugar de La Mancha por Emma Sarrión Navarro
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
Así da comienzo, como todo el mundo sabe, la más célebre novela española, patrimonio de la literatura universal: Don Quijote de la Mancha.
Sin embargo, de forma paradójica, dado lo célebre de la obra, algunos ignoran (confieso, con cierto bochorno, que yo incluida hasta hace escasos meses) el verdadero significado de la palabra “lugar“ en la famosa frase.
Dado que Cervantes parecía no tener deseo alguno de ubicar exactamente a Alonso Quijano, el empleo del término “lugar” como sitio o paraje me parecía lógicamente empleado, pues redundaba en esa idea de indeterminación.
Sin embargo, estaba equivocada. En el siglo XVII (época del Quijote), los lugares eran los núcleos de población que jurídicamente dependían de otro, más concretamente de una villa o de una ciudad. A lo largo de la historia los más importantes intentaron obtener el privilegio de villazgo, que otorgaba el Rey, para de ese modo lograr mayor independencia. No obstante, los que no accedieron a tal condición, pudieron en su mayoría constituirse en municipio, disponiendo de ayuntamiento propio, gracias a la Constitución de 1812.
Si alguna vez hubiera tenido la curiosidad de leer siquiera las primeras palabras de la traducción de la obra hecha al inglés: “In a village of La Mancha, the name of which I have no desire to call to mind…”, a lo mejor me hubiera percatado del verdadero sentido del término lugar.
De cualquier modo, más vale tarde que nunca. La aclaración surgió en una conversación durante un paseo familiar, en el que, sin televisión, móvil, ordenador… etc. de por medio, era posible el diálogo. Mi padre comentó tal cuestión porque estaba escribiendo un libro sobre su pueblo: un antiguo lugar de la mancha, de cuyo nombre yo sí quiero acordarme.
Esto constituiría una simple anécdota si no hubiera sido por ciertos acontecimientos acaecidos recientemente en mi vida que me han hecho reflexionar sobre ciertas cuestiones que me dispongo a compartir con quienes hayan escogido esta lectura, entre otras tantas de este diario, seguramente más interesantes.
Del hecho relatado podríamos extraer bastantes conclusiones y temas para analizar. Se podría someter a examen el sistema educativo español y evaluar su calidad. Asimismo, se podría debatir sobre el nivel de cultura general de la generación de jóvenes supuestamente más preparados de la historia de nuestro país. Y del porqué del inglés mediocre de los españoles, universitarios incluidos. También el relato expuesto podría dar pie a profundizar sobre la necesidad de ir más allá de las simples apariencias y creencias superfluas a través del estudio profundo de las materias, único camino para aproximarnos a su verdad. Asimismo, se podría analizar la influencia de los medios de comunicación y nuevas tecnologías, que poseen una mágica dualidad: comunican y aíslan por igual a las personas.
No obstante, y sin menoscabar la importancia de los asuntos citados, hoy me gustaría reflexionar sobre otro: la importancia que tiene, a mi juicio, averiguar acerca de nuestros orígenes.
Observo un desconocimiento general de la vida de nuestros ascendientes, así como de los lugares de los que eran oriundos. ¿Cómo se llamaban nuestros bisabuelos, de dónde eran, a qué se dedicaban, de qué murieron? ¿Cómo se conocieron nuestros abuelos? ¿Cómo se llamaba el colegio en el que estudiaron nuestros padres? Preguntas básicas de la vida de esas personas, pero que en muchos casos ignoramos.
No sé si ese desarraigo es un mal endémico de la juventud o quizá de aquellas personas que hemos nacido en grandes ciudades, alejadas muchas veces de las pequeñas localidades natales de nuestros antepasados.
Hay quien pueda preguntarse qué valor pueda tener esta información más allá del puramente sentimental. A mi juicio, tener detalles sobre nuestros antecesores (su forma de ser, rasgos de su vida…) puede ayudar a entender aspectos de nosotros mismos. Bien es sabido que los temperamentos de las personas, sus habilidades, su físico e incluso algunos aspectos de la salud vienen condicionados por su genética. Asimismo, también es cierto que dichos aspectos, y otros muchos, se moldean a través de factores socio-culturales. La educación recibida de nuestros padres viene condicionada por la que ellos recibieron y por los acontecimientos que han influido en su vida y en la de sus predecesores.
Es muy curioso ver cómo nuestro lenguaje está marcado por el lugar donde nacemos, pero también por las palabras oídas en el seno familiar, herencia de los familiares originarios de otros territorios de España.
A través de la historia de la familia, también nos ilustraríamos sobre la Historia más reciente de España, y los que “somos de ciudad” nos familiarizaríamos con la vida y la cultura del campo: las costumbres, el vocabulario de los útiles de labranza, etc.
A veces no somos conscientes de que la transmisión de ese conocimiento tiene un tiempo limitado, que se esfuma con la vida de nuestros padres y abuelos, a los que con frecuencia, por el ajetreado ritmo de nuestras azaradas vidas, no les dejamos que nos cuenten sus vivencias, sus anhelos, sus sueños para con nosotros, y cuando lo hacen, apenas los escuchamos, casi ni los sentimos, y sólo cuando ya no están, comprendemos que en sus palabras, en sus vidas, se albergaba un mundo rico en experiencia y sabiduría: un amor infinito a nuestra vida, que fue la suya, y apenas nos dimos cuenta.
Por esta razón, sería aconsejable no vivir permanentemente conectados a una terminal de internet, a la llamada de un móvil o a las infinitas cadenas de televisión. Así quizá podríamos disponer de tiempo para conversar con aquellas personas que nos enseñaron a caminar por la vida o a refugiarnos en la belleza de un buen libro, como, por ejemplo, el Quijote.