Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 20 de marzo del 2016 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«Una de las situaciones más temidas por el ser humano y, con seguridad, una de las más vituperadas, es la soledad. Tras muchos siglos de ser utilizada en su sentido más negativo y trágico, la palabra produce escalofrío; trasmite desvalimiento, angustia… Incluso nuestra Iglesia Católica, en las preces que dirige a Dios durante la Misa, suele incluir la soledad en el mismo grupo que el peligro de muerte y el alejamiento permanente de los seres queridos. Para todos ellos le pide una especial protección.
Qué duda cabe de que la soledad sobrevenida en circunstancias terribles es algo inimaginable. Esos casos, que todos conocemos, de familias enteras fallecidas en un gran cataclismo o un terrible accidente, quedando un solo miembro de ellas sobreviviente; una madre que pierde a su marido y todos sus hijos, un niño que pierde a sus padres y hermanos… Sin pensarlo, más con el corazón que con la cabeza, decimos “más le valía haber muerto también”.
Hay otras “soledades” acaso no menos trágicas, pero no inesperadas, aunque procuramos no acordarnos ellas, ni siquiera mencionarlas. Un hogar con muchos hijos, que acabarán “volando” dejando un gran vacío; o, incluso el propio matrimonio, con su casi bíblica sentencia: “Hasta que la muerte os separe”…O mueren al mismo tiempo, o no quedará en tremenda soledad…La circunstancia, empero, de ser previsibles, da a estos casos la opción a una predisposición que las hace más soportables e, incluso, permite cierta preadaptación, casi diríamos, un entrenamiento.
Las personas que por circunstancias personales, familiares o sociales, pasan grandes períodos de soledad, en ocasiones, incluso, toda la vida, pueden dar testimonio de este entrenamiento, no por indeseado menos eficaz, hasta el punto de que no pocos acaban sintiéndose más cómodos en soledad que en compañía, sea ésta buena o mala, para no dar razón al conocido proverbio.
La condición esencialmente social del ser humano le hace más proclive a la agrupación que al aislamiento. Extremando los conceptos, más proclive al espíritu gregario que al anacoretismo. Pero han sido y siguen siendo no pocos los que, con unas u otras motivaciones, se han hecho anacoretas, viviendo en tan extremo aislamiento como si fueran el único habitante del planeta. Rebasado ya el tercer lustro del siglo XXI, y con todos mis respetos hacia quien aun pueda practicarlo, este aislamiento total suena más a deformación psicológica que a virtud moral, social o religiosa.
Pero en este mundo enloquecido que nos ha tocado vivir, una cosa es anacoretismo, aislamiento a ultranza, y otras muy distintas recogimiento, reflexión, introspección, o sea, en términos vulgares, mirada hacia el propio interior.
La técnica nos ha traído regalos maravillosos como Internet y las redes sociales, que han llevado las relaciones con los demás, incluso desconocidos, a niveles de intimidad. Eso puede ser un grave peligro o una bendición, como sucede con toda gran fuerza: el vapor a presión, la electricidad o la radioactividad, por tomar como ejemplo las grandes fuerzas que han movido la Humanidad en los dos últimos siglos. Pero, de momento, y por su propia naturaleza, estas nuevas técnicas más propicios parecen a la extroversión, que puede ser buena o mala, que a la introspección, que siempre es buena.
La cultura «de la prisa» no es nociva en sí misma, pero sí lo son muchas de sus consecuencias que estamos padeciendo: prisa por enriquecerse, sea como sea; prisa por acceder a una profesión, aun sin estar convenientemente preparado, a fin de obtener un rápido estatus social, profesional y económico; prisa por buscar compañía sentimental…prisa por crecer sin estar aun maduro. Mal caldo de cultivo para la actuación meditada, la reflexión. La introspección es totalmente contraria a la prisa; requiere su tiempo. Dicho sin rodeos, es lenta. Y eso la hace impopular.
Pero, como tantas veces suele suceder, lo impopular, lo escaso, es lo más necesario. El hombre o la mujer de nuestro tiempo necesitan saber dejar a un lado, de vez en cuando, sus prisas, sus agobios, incluso; apartarse de sus presiones profesiónales, familiares, sociales. Necesitan olvidarse durante un buen rato -si pueden, incluso, durante unos días-, del ordenador, del móvil, de las redes sociales, de sus citas, de sus convocatorias, de sus compromisos sociales. Y, a solas consigo mismo, sosegadamente, reflexionar sobre el punto en que uno se encuentra actualmente, en cuál se encontraba no mucho antes, cómo ha llegado y, lo más importante, dónde y cómo quiere llegar.
Se sorprenderá de los resultados. Probablemente verá caminos y tomará decisiones inimaginadas en el ajetreo de su vida ordinaria. Y aunque se trate de caminos y decisiones normales, habituales en el acontecer de su vida, la soledad y el sosiego los iluminará con una luz prometedora del éxito.»