Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 22 enero 2012.
ETA: disolución y perdón
Por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Profesor Titular de Derecho Romano. Universitat de València.
En Los límites del perdón, Simón Wiesenthal relata sus experiencias vividas en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. De todas ellas, me quedó grabado un estremecedor relato. Una mañana, una enfermera se le acercó y le pidió la siguiera. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de las SS que se estaba muriendo. El oficial, sin mediar palabra, empezó a relatar su vida al preso judío: le habló de su familia, de su formación y de su colaboración con Hitler. Llegado a este punto, le comentó que le angustiaba sobre todo un crimen: en una ocasión ordenó a sus soldados que encerraran a trescientos judíos en una casa. Una vez dentro, ordenó que procedieran a su incendio. Todos murieron abrasados. Los cadáveres de los niños, de sus padres y de los ancianos eran la huella visible de su sufrimiento. “Sé que es horrible -dijo el oficial-. Durante las largas noches en las que estoy esperando mi muerte, siento la urgencia de hablar con un judío sobre esto, y pedirle perdón de todo corazón”. Ese joven judío, Simón Wiesenthal, concluye con una inquietante confidencia: “De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación”. Tras su lectura, me quedé meditando la escena, y sólo después de una larga espera, comprendí que únicamente quien ha sufrido y vivido la persecución y el sacrificio de todo un pueblo, quien ha experimentado ese horror es capaz de no identificar al agresor con su obra, de comprender que el ser humano es más grande que su culpa, que únicamente cuando abrazamos el perdón, podemos renunciar a la venganza y al odio, pero no al dolor y al recuerdo.
Los españoles hemos sufrido durante cuarenta años el escarnio de una banda terrorista, cuya única lógica ha sido la de la matemática del exterminio: sus cerca de novecientos muertos. Nuestros muertos sólo dispusieron de la palabra, y con ella se enfrentaron a esa inmensa mentira colectiva que convierte a la pluralidad en una amenaza intolerable, y a las víctimas, en culpables. Ese es su escenario propicio, esa es su forma de manipular las conciencias y de inocular una inexistente realidad histórica, pero imprescindible para asegurarse el dominio de la escena política, necesaria para poder afirmar que “el infierno -como diría Sartre- son los otros”, los que nunca usaron del tiro en la nuca, los que sólo lo padecieron. A ellos mi eterna gratitud, y a sus familias, mi consuelo.
Recientemente hemos asistido a un nuevo mensaje de la banda terrorista. Conscientes de que su tiempo ha terminado, un grupo de encapuchados informan de su decisión de cesar en la lucha armada. Nada se nos dice sobre la entrega de las armas. Ninguna mención hacia las víctimas. No hay culpa en sus actos, sólo un objetivo: la vieja reivindicación de una Euskal Herria de corte marxista. Y no hay culpa porque, como dijo Mao, “El marxismo supone muchos principios, pero todos ellos pueden reducirse a una sola fórmula: la razón está del lado de quienes se rebelan; por eso es justo rebelarse”. Ellos lo hicieron. Saben que no existe nación que no se invente a sí misma sin una guerra, y lo que es aún peor, conocen del silencio culpable de buena parte de la sociedad vasca, que los ha arropado y amparado. La otra parte se fue desangrando en la defensa de la democracia y de la paz. Y lo hizo como únicamente lo saben hacer los demócratas: respetando la ley, la palabra, el argumento, el voto de cada ciudadano y muriendo por la paz de sus hijos, por la paz de todos.
Deseo fervientemente que no nos hallemos ante la experiencia de una ilusión histórica, ante una nueva desilusión, que podamos decir algún día que nosotros vimos el final de la hidra del mal, y el comienzo de un mundo libre de extorsión y de violencia. La idea es, a la vez, seductora y esperanzadora; pero, como pensar es siempre reflexionar sobre lo que se ha visto, leído y recibido, la experiencia de la Historia me hace ver que las heridas no curadas, el perdón no pedido, la ausencia de renuncia a las peticiones soberanistas, pueden determinar que la declaración de ETA se convierta en una promesa irrealizable, en un nuevo naufragio, porque esa es la verdad de ETA: su falta de verdad. La nuestra, como diría Blas de Otero, es “juntar la letra a la palabra, la palabra al papel”. Mientras tanto, esperemos ante la puerta de la esperanza. La vemos apenas entreabierta, luego habrá que empujarla.