Falsear la realidad de la Iglesia

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 3 marzo 2013.

Falsear la realidad de la Iglesia por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Profesor Titular. Universitat de València.

En su obra La condición postmoderna, Jean François Lyotard identificó los grandes relatos con el concepto de los metarrelatos. A juicio del filósofo francés, los grandes relatos son construcciones teóricas, articuladas por intelectuales o periodistas, que ofrecen una explicación escueta de un acontecimiento histórico o de una Institución, con el único fin de asentar sus premisas y sus conclusiones en la memoria colectiva, en la cultura popular. Dada la simplificación de la realidad que se describe, los grandes relatos se suelen regir por el lema que afirma “No dejes que la realidad te estropee una buena noticia”, lo que convierte al Medio en el mensaje, y la verdad en pura percepción subjetiva. Uno de esos metarrelatos lo constituye la visión que algunos intelectuales y determinados medios de comunicación dan de la realidad de la Iglesia.

Este gran relato tiene un origen remoto en la Ilustración, pero sin duda se acentuó a mediados del siglo XX, con la publicación de la obra teatral de Rolf Hochhuth, El vicario, publicada en 1963. Este Libelo –Susan Sontag la definió como la obra de un principiante- supuso una incesante y acerada campaña de calumnias y de descrédito sobre el pontificado del Papa Eugenio Pacelli. Toda una caza de brujas contra la Iglesia Católica, y, en particular, contra el Vaticano. La razón: la supuesta neutralidad del Vaticano ante el genocidio del Nacionalsocialismo alemán. Frente a este gran relato, los hechos históricos desvelan que el 21 de marzo de 1937, Domingo de Ramos, cuando las potencias occidentales asentían o pactaban con la Alemania de Hitler, en todas las Iglesias de Alemania se leyó la Encíclica del Papa Pío XI Mit Brennender Sorge -Con ardiente preocupación-, la más dura crítica que el nacionalsocialismo recibió con anterioridad a la II Guerra Mundial. Con esta Carta Encíclica, la Santa Sede censuró el racismo y el antisemitismo alemán –muy bien visto en gran parte de Europa- con las siguientes palabras: “solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea de aprisionar en los límites de un pueblo solo, en la estrechez de una raza, a Dios”. La razón de su promulgación no fue otra que la de denunciar un régimen político cimentado en el terror y en la segregación racial. En palabras de la propia Encíclica: “porque no queríamos ser culpables con un silencio inoportuno de no haber aclarado la situación”. La respuesta del III Reich fue la de agudizar su anticatolicismo. En el estrecho período de tres semanas fueron condenados 103 católicos. En mayo de este mismo año, aproximadamente 1100 sacerdotes y religiosos fueron conducidos y torturados en prisión. La mayoría murió en el anonimato de unas cárceles cegadas por el odio y el rencor a una fe que no podían tolerar. Al año siguiente, 304 sacerdotes fueron deportados a Dachau; las organizaciones católicas que aún quedaban en pie fueron disueltas. En 1939 todo vestigio de la escuela confesional fue suprimido. Y aún así, el metarrelato habla de connivencia y de silencio.

Pero los hechos históricos hablan por sí mismos. Al estudiar la actuación que tuvo la Santa Sede con los judíos durante los años que duró la contienda mundial, el historiador judío Emilio Pinchas Lapide sostiene “la Santa Sede, los nuncios y la Iglesia Católica salvaron de la muerte entre 700.000 y 850.000 judíos” (“Three Popes and the Jews”). El conocimiento de estas cifras y de la ayuda de la Iglesia al Pueblo judío fue lo que llevó a Golda Meir, ministra israelí de Asuntos Exteriores, a manifestar su lamento por la muerte de Pio XII: “Lloramos a un gran servidor de la paz que levantó su voz por las víctimas cuando el terrible martirio se abatió sobre nuestro pueblo”. Una voz y una coherencia que le llevó al Gran Rabino de Roma, Israele Zoller, no sólo a su conversión a la fe católica tras la liberación de Roma por las tropas aliadas, sino a tomar el nombre de Eugenio Zolli, en honor a la ayuda que había ofrecido a su comunidad -en aquellos años terribles- Eugenio Pacelli: el Papa Pío XII. Y aún así, el metarrelato habla de connivencia y de silencio. Lo vemos reflejado en la película Amén, de Costa-Gravas, en la que se reproduce literalmente los clichés marcados en la obra de Hochhuth. La crítica la aclamó unánimemente. No se aplaudía su discreta puesta en escena, sino su contenido: el que se hiciera eco de un falso rumor con el que poder herir a la centralidad del cristianismo.

En fechas recientes, este gran relato se ha actualizado y vigorizado. Aprovechando la renuncia de Benedicto XVI, un nutrido grupo de periódicos y televisiones nacionales, en un ejemplo de ética periodística, se han hecho eco de un nuevo rumor, de una calumnia sin constatar la fuente primigenia, porque, como todos sabemos, lo que importa, cuando se habla de la Iglesia, no es la verdad, sino reflejar los “oscuros entresijos que la rodean”, sean o no ciertos. El relato es tan sencillo como débil en su argumentación: algunos medios “sacan a la luz” un informe ultra-secreto que sólo conocen tres cardenales octogenarios y el Papa. A pesar de que está guardado en la caja fuerte pontificia –si es que tal caja existe-, el periódico La República afirma que ha tenido acceso a su contenido, y que en él se habla de blanqueo de dinero, de relaciones homosexuales, de luchas de poder entre cardenales, etc., etc. Pero como en todo sainete, un nuevo personaje sale de la chistera para descubrir la inmoralidad del gran relato: quien da a conocer la noticia no es La República sino un rotativo de Berlusconi llamado Panorama. La información la firma un periodista llamado Ignazio Ingrao, quien, en días posteriores, declara que “El artículo de Panorama es más equilibrado que el de La Republica; he tratado de dar una lectura menos sesgada de la realidad”. Uno podrá pensar que obtuvo o sustrajo el documento ¡No¡ simplemente reconstruyó mentalmente lo que dicho documento podría decir. Todo un acto de ficción al servicio del gran relato, que no es otro que el de intentar desprestigiar a la Iglesia y a quienes nos sentimos parte de ella.

Lo decía Ortega y Gasset en la Rebelión de las masas: Europa se ha quedado sin moral. A mi juicio, Europa se ha quedado sin moral y sin verdad, porque hoy, para ser moderno y libre, se nos dice que se ha de ser radicalmente secular. Esa es la crisis que padece occidente: ocultar las raíces espirituales que anidan y vertebran nuestra civilización. Nosotros lo sabemos. Lo importante es no tener miedo a proclamarlas.