GATITOS CONTRA LA DEMOCRACIA…

GATITOS CONTRA LA DEMOCRACIA…

Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 11 de noviembre de 2018 por Juan Martínez Otero, Profesor de Derecho de la Comunicación (Universitat de València).

«El tecnoentusiasmo imperante impide a muchos darse cuenta de las amenazas que el uso generalizado de Internet comporta. Sin tratar de negar sus innumerables ventajas, resulta urgente que desarrollemos un sentido crítico hacia la tecnología, para evitar que sus efectos perniciosos nos sitúen en la incómoda posición del aprendiz de brujo, incapaz de controlar los efectos nocivos de sus propios sortilegios.

Las redes sociales de Internet son plataformas privilegiadas de comunicación donde –además de millones de imágenes de gatitos, bíceps y morritos- circula una ingente cantidad de mensajes políticos, que pueden enriquecer el debate público y robustecer la democracia. Ahora bien, la utilización espuria y demagógica de las redes puede también suponer un verdadero peligro para el sistema democrático.

Veamos tres características de las redes sociales que pueden poner en jaque las bases mismas de la democracia, y que quizá sean útiles para explicar la deriva populista que observamos en muchos países occidentales.

  1. Las redes sociales priman el contenido negativo, controvertido y polémico. Está demostrado que en Internet el contenido de carácter polémico genera más interés que el contenido ecuánime y ponderado. Este mayor interés por lo chusco y lo morboso no debe extrañar a nadie: los índices de audiencia televisiva llevan lustros evidenciándolo. El problema en las redes sociales es que esa tendencia hacia lo negativo y extremo es reconocida y acentuada por los algoritmos de las principales redes sociales, programados para potenciar el contenido que genera más tráfico y, por lo tanto, maximiza el beneficio. De este modo, los comentarios zafios, rudos y toscos tienen mayor visibilidad en la Red, lo que conlleva a su vez una polarización de las posturas existentes en el debate público. Para la cuenta de resultados de las redes sociales dicha polarización es innegablemente positiva; para el mantenimiento de un debate moderado y sereno, el resultado es evidentemente el opuesto.
  2. Las redes sociales son campo abonado para la difusión de noticias falsas o ‘fake news’. Hasta hace bien poco, los medios tradicionales actuaban como perro guardián o gatekeeper de la información que llegaba a la ciudadanía. Esta vigilancia garantizaba una mínima verificación de los hechos transmitidos, más allá de la tendencia ideológica, la línea editorial y el rigor periodístico de cada medio. En las redes sociales dicho filtro profesional no existe. Si a esta falta de filtro se suma el carácter instantáneo de la comunicación en la Red, no es de sorprender que las redes sociales se utilicen como cauce privilegiado para difundir rumores, bulos y puras mentiras de forma enormemente eficaz. La inmediatez propia de Internet hace que en pocas horas o días millones de personas hayan recibido y dado por buena una noticia, imagen u opinión, cuando la misma puede ser una pura invención. Lo hemos visto con imágenes de abusos policiales en manifestaciones sacadas totalmente de contexto; con fotomontajes de famosos y famosas en actitudes sexuales; con vídeos de Vladimir Putin traducidos al castellano con subtítulos hilarantes que muchos han dado por buenos. La difusión sistemática de ‘fake news’ –en ocasiones, muy difíciles de desmentir- puede tener unos efectos desastrosos para el mantenimiento de una opinión pública libre y bien informada.
  3. Las redes sociales pueden influir subrepticiamente en las convicciones políticas de sus usuarios. Todos damos por hecho que las redes sociales intentan influir en nuestro comportamiento económico. Nada es gratis, tampoco las redes. No hace falta ser Steve Jobs para saber que los principales clientes de las redes sociales no somos los usuarios, sino los anunciantes, que pagan a las plataformas para publicitar sus productos y condicionar nuestras decisiones de consumo. Hasta aquí todo correcto. El problema surge cuando quien paga a la red social para modificar la conducta del usuario no es Nike, Coca-cola o Recambios Torcuato, sino los responsables de la campaña de Donald Trump (o de Hillary Clinton). O un lobby a favor de las armas, de la legalización de la marihuana o de la eutanasia. Aquí la cosa cambia. Cuando el prodigioso conocimiento que de nosotros tienen las redes no es empleado con el fin de modificar nuestra conducta económica –lo que parece que todos admitimos-, sino nuestra intención de voto, nuestros valores o nuestras creencias, tenemos sobrados motivos para sentirnos preocupados. Pues bien, eso es precisamente lo que va a pasar, lo que ya está pasando. Pensar que no hay decenas de grupos ideológicos interesados en modificar nuestra conducta a través de la poderosa herramienta de las redes sociales es de una ingenuidad mayúscula. Confiar en que la buena fe de las redes sociales les prevendrá de no ceder a dicha tentación –con los réditos económicos o políticos que puede generarles-, es de una candidez inexcusable.

Concluyo. Además de sus maravillosas posibilidades y su ejército de gatitos, las redes sociales constituyen también  un ágora de polarización y hooliganimso político; un canal privilegiado para la difusión de ‘fake news’; y una tan peligrosa como sibilina herramienta de manipulación, que se ofrecerá al mejor postor.

Si queremos defender la democracia, debemos reconocer la existencia de estos riesgos y adoptar estrategias inteligentes para minimizarlos. Los poderes públicos deberán adoptar medidas normativas y de fiscalización tendentes a exigir transparencia y a castigar los abusos más flagrantes contra los intereses públicos. Las redes sociales deberán depurar sus algoritmos y desarrollar tecnología para promover la información contrastada y castigar a los usuarios que utilicen sus canales al servicio de la mentira y la manipulación. Finalmente, los usuarios deberemos ejercitar nuestro espíritu crítico y nuestra responsabilidad ciudadana para hacer dichas ágoras públicas espacios de diálogo respetuosos. Y todo ello sin caer en la censura ni coartar la libertad de expresión.

La tarea se antoja tan urgente como difícil. El primer paso, desde luego, es abandonar las filas de los tecnoentusiastas y tomar conciencia de la gravedad de la situación.»