GUADALCANAL

GUADALCANAL

Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 24 de febrero de 2019 por Carmelo Paradinas, Abogado.

       La primera película de desembarcos bélicos en una playa que yo vi se titulaba «Guadalcanal» y narraba el de los norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial en esta pequeña isla del Océano Pacífico, en aquellos momentos ocupada por los japoneses. Me impresionó de tal forma que la tomé, en cierto aspecto, como referente de mi vida. Quienes me conocen, frecuentemente oyen salir de mi boca una enigmática palabra cuando me informan de la muerte o enfermedad de alguien conocido. «Guadalcanal», digo. Pocas veces explico su significado porque pocas veces me lo preguntan, pero ahora es momento de hacerlo con detalle.

Las impactantes imágenes de aquella vieja película en blanco y negro bien podían simbolizar, en efecto, la existencia del ser humano. Sin preguntarnos si estamos de acuerdo, nos hacen saltar de un lugar seguro y desdembarcar en la gran playa de la vida, más apropiada para ser disfrutada que para morir en ella y nos obligan a atravesarla hasta alcanzar el totalmente relativo refugio de un frondoso y desconocido bosque. El recorrido está batido por el fuego enemigo y los soldados son alcanzados; unos mueren y otros quedan terriblemente heridos sobre la arena.

Esos soldados habían recibido adecuado adiestramiento y aunque diversos en sus naturales aptitudes, todos eran jóvenes y animados por el más poderoso de los estímulos: salvar el pellejo. Pero igual daba. Rápido o lento, inteligente o abstruso, guapo o feo, el soldadito estaba a merced de la lluvia de proyectiles que sus colegas japoneses, con seguridad tan asustados como él, le mandaban desde la espesura. Su esperanza era no cuzarse en el camino de uno de esos proyectiles, cosa que no dependía de su habilidad, sino únicamente, de su destino.

Ambientadas en la Primera Guerra Mundial, otras películas sobre este tema recurrente también nos encogieron el ánimo. A la señal de un silbato, los desgraciados muchachos saltaban de la trinchera bajo una lluvia de balas. La mayoría de ellos apenas lograban avanzar unos pasos antes de ser abatidos.

Con el transcurso de los años, el paralelismo de aquellas películas con la vida real se me mostró cada vez más evidente. Apenas desembarcados en la hermosa playa de la vida, vemos como nuestros compañeros empiezan a caer muertos o malheridos. Los de más edad caen primero, pero incluso los más jóvenes tampoco se libran de que un inesperado trozo de metralla ponga fin a su existencia. Todos, por estar en la playa o saltar de la trinchera, podemos caer en cualquier momento. Aquel amigo más joven, más inteligente, más agraciado, mejor situado en la vida, al que envidiamos en secreto, muere en un accidente de tráfico, contrae un cáncer fatal o es fulminado por un infarto. «Guadalcanal» me enseñó, mejor que mil discursos, que la vida del hombre es precaria y nuestros esfuerzos por salvaguardarla resultan, si no inútiles, sólo muy relativamente eficaces. Los soldados que conseguían llegar a la línea de los árboles no eran los más hábiles, sino los más afortunados. Y el refugio del bosque, decimos, era absolutamente relativo, pues en él la guerra continuaba y el pobre soldadito que superó la playa podìa perecer en la selva.

En la existencia real del ser humano, la cosa funclona de forma muy similar, pero con una notable diferencia: nadie sale vivo de la playa, nuestro destino natural es morir en ella. Tras su muerte, a él también le espera un bosque desconocido, totalmente inexplorado, del que todos le hablan pero que nadie ha visto o, si lo ha visto, no ha vuelto para contárnoslo. Pero, como sucedía con el combatiente de Guadalcanal, el anhelo de todo ser humano es alcanzar ese bosque de un esperanzado «Más  allá» de eterna seguridad.