La crisis de la Universidad

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 28 octubre 2012

La crisis de la Universidad
por Juan Alfredo Obarrio. Profesor Titular. Universitat de València.

La idea pesimista que tuvo Unamuno sobre España se vio reflejada en su visión sobre la Universidad, institución en la que creyó, al menos durante un breve lapso de tiempo, pero que se fue diluyendo, desdibujándose en la retórica académica, en los deseos de los intelectuales de café, en los inabarcables proyectos políticos y en los sueños de quienes elogiaban el recuerdo de un pasado glorioso, en contraposición con un presente escasamente gratificante. Con esta claridad se expresaba en su conocido ensayo De la enseñanza superior en España: “La Universidad es ante todo una oficina del Estado, con su correspondiente expediente didáctico, porque la cátedra no es más que un expediente … No hay claustros universitarios; no hay más que una oficina, un ‘centro docente’ (tal es el mote) en que nos reunimos al azar unos cuantos funcionarios …”.
Unamuno tenía la certeza de que para poder defender a la Universidad Pública se hacía necesario tener un concepto claro y expreso de esa realidad científica-cultural que responde con el término Universidad, una institución que -ya en su época- representaba una entidad de dudosa relevancia, donde los docentes se habían convertido en meros burócratas sin apego a la enseñanza, a la cultura y al estudio. La Universidad había dejado de ser una “enciclopedia de conocimientos”, para convertirse en meras “oficinas docentes”, en aulas huérfanas de dialéctica y de conocimiento.

No muy lejana a esta visión se hallaba la de Ortega y Gasset, quien, en su obra Misión de la Universidad, sostuvo que una nación era grande cuando lo era su educación, su economía o su política, esto es, cuando se originaba un proceso integral de crecimiento, en el que la Universidad era sólo una parte del sistema, del crecimiento de una nación; pero una parte importante, porque como el hombre tiene la necesidad de comprender e interpretar la verdad que le rodea y que le incardina, la Universidad se debía convertir en el marco idóneo para entender nuestra razón vital en el largo recorrido de la Historia.

En las últimas décadas, la Universidad ha vivido reformas en el marco normativo que rige su funcionamiento. Ha habido reformas y contrarreformas de los Planes de Estudio, han surgido nuevas Universidades, Facultades y Titulaciones, y después de todos estos años uno sigue teniendo la triste sensación de que -en el ámbito funcional- se ha llegado al punto muerto que se refleja en El Gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Y así, si miramos el interior de la Institución, vemos, con el mismo desasosiego que lo vieron nuestros ilustres colegas, cómo esta enorme maquinaria no sólo proporciona conocimiento y saber, también produce ignorancia y ceguera. En efecto, como advirtieron Unamuno y Ortega, los avances disciplinarios de las Ciencias no han propiciado únicamente las ventajas de la división del trabajo, también han aportado los inconvenientes de la super-especialización, la diversificación y la parcelación del saber. Ante esta realidad, al joven estudiante se le está vedando, de forma sutil, pero vedando de facto, el derecho al verdadero conocimiento, aquél que nos lleva a la cultura de la inteligencia, de la voluntad y de la libertad. Y es precisamente la Universidad el lugar en el que debe pensarse y trasmitirse esa verdad. Es en la Universidad donde hay que enseñar a aprender y hay que enseñar a pensar, a enseñar a nuestros alumnos a convivir con sus ideas, sin ser destruidos por ellas, de lo contrario, convertiremos en cierta la famosa afirmación de Hegel: “La lechuza de la sabiduría siempre emprende su vuelo al atardecer”.

No se me pasa por alto que la actividad educativa es –ciertamente- un problema ético que posee tanto una dimensión política como antropológica, ya que se realiza al amparo de una determinada imagen del hombre y de la sociedad. Lamentablemente, mi concepción dista de los parámetros sobre los que se asienta la educación universitaria, de una forma de comprender y de enseñar que se cimenta sobre la especialización, la descontextualización y la reducción. De esta forma, hemos aprendido a vivir de espaldas a lo que significa la Universidad, porque lo académico es, ante todo, investigación o búsqueda de la verdad, y la docencia, la comunicación de esa verdad que nos lleva hacia la totalidad del saber. De ahí que los instrumentos didácticos y los sistemas administrativos deberían ser únicamente – mal que les pese a los pedagogos de turno- medios para alcanzar el fin último de la Universidad: el saber. Lo contrario, si consideramos a éstos como la esencia o los pilares de la Enseñanza Superior, estaremos conduciendo a los universitarios a un fracaso personal y formativo, propio de una sociedad como la nuestra, debilitada en su estructura y en sus valores.

Ante este panorama, nos cabe la esperanza de que, pasados los años, podamos volver a las aulas de nuestra juventud y no tengamos que añorar, con tristeza, la calidad de una enseñanza alejada de los parámetros del saber y del ser. Es nuestro deber con una sociedad que percibe la realidad de un fracaso, y que espera una respuesta, ya no de Europa, sino de nuestros denostados políticos, porque España sigue siendo el problema, pero Europa ya no es la solución.