Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 18 de noviembre del 2018 por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Valencia.
«Por desgracia, hace mucho tiempo que estamos instalados en la cultura de la apariencia, en la enseñanza de la apariencia, en la publicidad de la apariencia y, como no podía ser de otro modo, en la política de la apariencia. Todo, o casi todo, se mueve en esas aguas, nada cristalinas, de lo políticamente correcto. Tener principios, y defenderlos sin pudor alguno, se ha convertido en poco menos que en un acto de heroicidad. Por esta razón, la ciudadanía asiste, no sin desconcierto y perplejidad, al espectáculo cuasi circense de la política patria, el que nos enseña que la verdad y la política suelen ser incompatibles. Triste realidad. Pero es la realidad que tenemos. La que hemos consentido. Valgan dos ejemplos.
El primer ejemplo que me viene a la memoria lo protagonizó la sin par Celia Villalobos, quien declaró, sin rubor alguno: “Cuando veo a algún candidato pasarse el día hablando de principios y valores me aterroriza”. A la experta jugadora en Candy Crush –juego de culto, supongo– cabría preguntarle sobre las razones –o los motivos– que le indujeron a meterse en la vida política: ¿fue por defender unos principios?, ¿fue por defender unos valores? Por sus declaraciones, no parece que así fuera. Entonces: ¿por qué entró en un partido político?, ¿por qué fue ministra de un presidente del gobierno del que abomina?, ¿por qué secundó un programa político que iba contra sus ideas más profundas? Más aún, cabe preguntarle si abandonará su escaño, y un partido, el PP, que en un breve espacio de tiempo se va a convertir “en una religión o una secta”, no porque el sempiterno Arriola lo propicie, sino porque su joven presidente “está excesivamente escorado a la derecha”. Ella, lógicamente, no lo está. Porque ella representa el centro, y ya se sabe que el centro, en política, es la nada.
Veamos otro ejemplo. En su obra La experiencia totalitaria, Teodorov afirma que los regímenes totalitarios del siglo XX revelaron la existencia de un peligro hasta entonces insospechado: la manipulación completa de la memoria.
Cuando inicié mis estudios de Historia aprendí lo que hoy es un anatema: la Historia no tiene memoria, solo la tienen los individuos. La Historia elimina la memoria desde el preciso instante en que se construye sobre ella. La memoria se tiene, se posee en función de los avatares de cada persona. La Historia se sabe, se conoce, se investiga, requiere de estudio y, sobre todo, es fruto de una escrupulosa investigación y de un preclaro entendimiento. La memoria es natural, selectiva, espontánea. La Historia nace de la reflexión. La memoria es el punto de partida. La Historia, el punto de llegada. A ella se llega cuando la memoria es depurada, hasta eliminar sus contradicciones y hacerlas desaparecer.
A nuestro querido e ilustre Presidente –y no precisamente por su dudoso doctorado–, le recordaría las palabras escritas por M. Yourcenar en su relato La leche de la muerte: “Cuéntame otra historia, … La historia más bella y menos verosímil posible, que me haga olvidar las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el muelle”. Sí, cuénteme otra historia, pero no la Historia, esa que usted no conoce, ni pretende conocerla. Y si lo hace, no la devalúe, ni la minimice. Deje que los historiadores sigan consultando los archivos y escribiendo sobre un pasado, que nos es tan lejano como su promesa de no pactar con los independentistas. Una promesa que quizá habría que exhumar más a menudo, para vergüenza suya, y para desdoro de este país aún llamado España.
No cabe engaño: estos no son dos casos aislados. Si lo fueran, poco o nada importaría. Como mucho, se convertirían en una mera reseña, en una anécdota de la que nadie se haría eco. Lo trágico es que son dos fragmentos de ese extraño, variopinto y escasamente coherente caleidoscopio en que se ha convertido la política española. La misma que ha llevado a muchos ciudadanos, hastiados de tanta incoherencia y de tanta falsedad, a quedarse –plácidamente– en sus casas, o trasladar sus votos a otros partidos más jóvenes y pujantes. Quien esto escribe no sabe si le quedaran fuerzas para lo segundo, porque “ni ley ni deber me invitaron a la lucha”, como poetiza William Butler; pero, a buen seguro, siempre las tendrá para lo primero; pero, mientras nos quede un hálito de vida, esperamos seguir teniendo la fortaleza moral para no caer en la más burda manipulación, la que viene impuesta por una Comisión de la Verdad que pretende, en palabras del Doctor Sánchez, acordar la verdad de la Memoria histórica. ¿Quién formará esa comisión? ¿Qué aspectos se abordarán? ¿Se incluirán sucesos luctuosos como la mal llamada Revolución del 34, el asesinato de Calvo Sotelo, el genocidio de Paracuellos del Jarama, las checas o el asesinato indiscriminado de novicios, monjas y sacerdotes? Me temo, y mucho, que esto último no pertenece a la verdad oficial que “el nuevo régimen” quiere imponer. Con la ingenuidad que me caracteriza, me pregunto: ¿Por qué razón? ¿En virtud de qué supuesta verdad histórica se censurará su estudio? ¿No son todos los muertos iguales? No será este humilde profesor quien dé la respuesta, sino un autor más autorizado. Me remito, por si fuera de interés su lectura, a la reflexión que hiciera Ray Bradbury en su novela Crónicas Marcianas: “Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos”. Nos sentimos, y nos sabemos minoría. Pero no tenemos miedo, quizá porque conocemos, con Saramago, que: “La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva”.
Cabe concluir, pero no sin antes advertir que quien ha escrito estas líneas no lo ha hecho para hacer amigos; si así fuera, hace tiempo que estaría en política. A esta incierta gloria, afortunadamente supe renunciar a tiempo. Únicamente he intentado ser sincero con el despistado lector que a esta página se ha acercado, y, sobre todo, a una profesión, la de Historiador y Jurista, a la que le debo parte de lo que soy, porque, entre otras cosas, me ha hecho ver, con Eliot, que “Sólo sombras hay en esta roca roja”. Y como ocurre con la sombra del ciprés, la sombra de la política suele ser muy, pero que muy alargada, ¿verdad, querido Miguel Delibes?»