LA POSCIUDAD HIPERFESTIVIZADA

LA POSCIUDAD HIPERFESTIVIZADA

Pedro Talavera. Profesor titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política (Univ. València).

«El escritor francés Philippe Muray (1945-2006) -uno de los críticos más incisivos e implacables con la posmodernidad- es bastante desconocido por estos lares, y es una lástima porque sus análisis siempre pusieron el dedo en la llaga por la cual supura el tiempo presente. Una de sus tesis más sugerentes es la de que vivimos en tiempos ‘poshistóricos’, no tanto en el sentido político en el que Fukuyama habló del fin de la historia, sino sobre todo en un sentido existencial, aludiendo a la sustitución del hombre auténticamente humano, por un ‘neo-hombre’: el homo festivus y su proyección en un espacio urbano que ya no puede calificarse como ciudad.  

Este nuevo hombre, protagonista de la poshistoria, es una criatura que se ha liberado definitivamente de todas las cuestiones trascendentales que atormentaron a sus antecesores y que siempre estuvieron vinculadas al hecho más radical de la existencia: la muerte. El homo festivus se ha sacudido todo vínculo con el pasado y no se considera heredero de ningún legado histórico. Las épocas anteriores las ve obsoletas y desfasadas, llenas de intolerables prejuicios. El homo festivus ha nacido ayer y es producto solo de sí mismo: solo él decide cuál es su identidad cultural y sexual. Le fascina ser transgresor e inconformista, diciendo siempre sí a cualquier novedad que se le propone. Es adorador de la diversidad, un ser abstracto e intercambiable por cualquier otro de su especie en cualquier parte del mundo. Para Muray este es el auténtico ‘último hombre’ de Nietzsche, el que rechaza todos los ideales y aspiraciones del pasado, el que cree haber inventado la felicidad, el emancipado absoluto, el nihilista pasivo, el rebelde en patinete, el turista universal, el consumidor en bermudas, el solidario con i-phone.

Este homo festivus es una alegoría, es un maniquí teórico que encarna el ‘festivismo’ de masas que asola especialmente el territorio urbano en el periodo estival y que genera el deprimente espectáculo de la ‘ciudad festivizada’. Muray concibe la ‘fiesta’ como un estadio terminal posthistórico, como un ámbito de banalidad sostenida donde se disuelve toda la profundidad de la existencia. La fiesta ha perdido su sentido tradicional –una ocasión celebrativa excepcional que se contrapone a lo cotidiano-, la fiesta es ahora la cotidianeidad misma: un estado de distracción permanente, un limbo existencial ahistórico. El homo festivus no es el sujeto ‘alienado’ por el pan y circo que el gobernante le ofrece para desactivar su germen revolucionario. Es alguien que solo concibe su existencia en clave de exacerbación hedonista, de euforia compulsiva, de absolutización del deseo. Para Muray vivimos en una ‘festivocracia’. La poshistoria no es más que un indefinido tiempo hiperfestivo.

No se trata solo de que las fiestas tradicionales hayan sido colonizadas por la hiperfestividad y tampoco de que se organicen macro-festejos (las Pride, las Rave, las Parade o las Sound, que en todas partes compiten por el gigantismo), se trata de que los ciudadanos buscan ansiosamente disolverse en la ‘animalidad festiva’. El sujeto urbano ya solo concibe su existencia desde y para la fiesta. Lo festivo se ha ido infiltrando progresivamente en cada uno de nosotros, se ha colado en nuestro código genético, y ha conseguido modificar el conjunto de nuestras percepciones.

Esa hiperfestividad ha destruido el concepto mismo de ciudad que, como señala Higino Marín en Mundus, surge como expresión del ‘espacio público’ a través de cinco espacios bien delimitados: el ágora, el mercado, el estadio, el teatro y, originariamente, el templo. Hoy todos esos espacios han dejado de ser espacio público y se han transformado en espacio de diversión para el público: ya no hay ágora sino mítines festivos con banderitas, los mercados urbanos son una atracción turística, los estadios celebran eventos lúdico deportivos, la catarsis del teatro se ha disuelto en el aullido de los macrofestivales, y el templo, despojado de trascendencia, ha quedado en gran museo. No hay ciudades porque ya no hay realidad urbana que pueda ser considerada como algo distinto a la actividad lúdica y turística. La post-ciudad ya no es el espacio público del ciudadano sino el parque de diversión del homo festivus.

La publicidad institucional que llena las esquinas de nuestras calles complementa la post-ciudad hiperfestiva con proyectos presuntamente humanizadores del espacio urbano. Con dibujos posmodernos se nos muestran proyectos de aceras y bulevares enormes llenos de árboles en los que se ve a madres de familia paseando con coches de bebé o cómodamente sentadas contemplando a sus hijos que juegan en toboganes y columpios de última generación, paseantes risueños con perros, patinadores y otros sujetos muy satisfechos de sí mismos y con aspecto de no tener nada que hacer completan el nuevo paisaje urbano. Nada de conflictos ni de antagonismos. La ciudad humanizada del futuro vive en el ‘domingo de la vida’ del que hablaba Hegel “que iguala todo y que aleja toda idea del mal”. La post-ciudad es un parque de atracciones (con escaso atractivo) en el que solo se ofrece (o se impone) una realidad bucólica y hedonista: lugares de plácido paseo, museos y monumentos, restaurantes típicos o de fusión, playas y spas, tiendas de moda e itinerarios nocturnos de música, alcohol y sexo.

La historia se detiene –escribe Kojève- cuando el hombre ya no actúa, en el sentido fuerte del término, es decir, cuando ya no niega, cuando ya no lucha ni quiere transformar lo dado porque lo dado le ofrece la plena satisfacción de su deseo. Es urgente poner en marcha de nuevo la historia afrontando el desafío de la negatividad frente al hedonismo hiperfestivo y recuperando un concepto de ciudad para ciudadanos.»