Por Aniceto Masferrer. Catedrático de Historia del Derecho (Univ. Valencia). A.C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
«Uno de los rasgos más característicos de la Modernidad es la exaltación de la libertad individual. Que cada uno haga lo que quiera siempre y cuando no perjudique a los demás. El Estado no debe inmiscuirse en el ámbito privado a no ser que se produzca un daño concreto e individualizable a alguien. Este principio, recogido por John S. Mill en su conocida obra ‘Sobre la libertad’ (1859), se ha convertido en un principio fundamental. Estamos, como reza el título de un interesante libro de Robert H. Knight, en la época del consentimiento (‘The Age of Consent’, 1998).
Se trata, sin embargo, de un peculiar consentimiento caracterizado por cuatro rasgos: 1) la exaltación de un determinado tipo de libertad, que se centra fundamentalmente en el ejercicio de una autonomía de la voluntad entendida como mera libertad de elección; 2) la primacía de los sentimientos, emociones y deseos sobre la razón; 3) la elevación de las decisiones individuales en fuente de moralidad exclusiva para cada individuo; y 4) la primacía de la libertad de hacer o de expresarse frente a la libertad de abstención del ejercicio de la expresión ajena, tratándose por tanto de una libertad selectiva y discriminatoria al protegerse una (la de quien quiere expresarse libremente) en detrimento de la otra (la de quien no quiere quedar expuesto a determinadas formas de expresión).
Los tres primeros rasgos resultan patentes con sólo salir a la calle, consultar los medios de comunicación o entrar en internet y en las redes sociales. Hay expresiones que, quizá por ser ya muy frecuentes y comunes, tendemos a no prestarles atención, dándolas por buenas e indiscutibles. En ocasiones, algunos comentarios recogen, en síntesis, más de uno de los mencionados rasgos: “lo importante es que él/ella haga lo que quiera”; “mientras él/ella se sienta bien, me quedo yo tranquila”; “a mí no me parece bien, pero si así lo ha querido, seguro que será lo mejor para él/ella”; “si ese es su deseo, no hay más que decir”; etc. No es raro oír estas afirmaciones cuando uno se cruza con gente por la calle o cuando en el tren –u otro medio de transporte– uno no logra evitar oír una conversación telefónica. Esas expresiones, tan coloquiales y comunes, reflejan con nitidez tres de los cuatro rasgos característicos de la mentalidad imperante: la exaltación de la libertad entendida como autonomía de la voluntad (o mera elección), la primacía de los sentimientos y deseos sobre la razón (objetiva, no instrumental), y la consideración de la libertad individual como fuente de moralidad.
Que no exista verdad ni bien que vayan más allá de las decisiones individuales, parece, de entrada, la mejor forma de respetar la libertad de cada uno, así como el mejor antídoto contra toda forma de totalitarismo. El problema surge cuando, en la práctica, sólo gozan realmente de libertad quienes tienen la capacidad de ejercerla, y para lograr su pleno ejercicio, hace una falta posición social y una formación humana mínimas que permitan tomar decisiones libres. Enorgullecerse del ejercicio de la libertad individual en el mundo global en el que vivimos supondría, bien cerrar los ojos a una parte importante de la realidad, bien padecer de una notable falta de sensibilidad, por no decir de humanidad. Y esto así porque, en realidad, algunas cifras (relativas a la situación de los menores) reflejan que ni la Modernidad ni el mundo actual han logrado que la libertad sea auténtica y universal, resultando, al contrario, ancha y placentera para algunos, inexistente o dañina para otros. Esto está produciendo bolsas de pobreza y miseria humanas, así como el sufrimiento de mucha gente. Y quienes más lo sufren son aquellos que gozan de menor autonomía (niños, enfermos, mayores), porque no son capaces de hacer valer su propia libertad entendida como elección o porque sus decisiones les han abocado a un infierno. La niñez y la infancia son, sin duda, los más vulnerables, y su protección debiera ser el objetivo primero y común de todas las organizaciones internacionales y Gobiernos, desde los países más ricos hasta los más pobres, cada uno dentro de sus posibilidades y con su correspondiente responsabilidad.
En Occidente, dos realidades muy extendidas dejan a los menores en una situación de particular vulnerabilidad: las rupturas familiares y la pornografía. Para algunos, la estabilidad familiar no es algo a proteger por el Estado porque eso supondría recortar la libertad de elección de los contrayentes. De ahí que el divorcio resulte necesario para una sociedad libre, pese a que la tasa de rupturas supere ya los dos tercios. Es posible que en algunos casos el divorcio sea lo mejor, incluso buscando el bien de los hijos menores. Pero no cabe duda de que, generalmente, los más vulnerables y quienes más pierden son los hijos. He ahí un caso en el que el ejercicio de la libertad individual de los adultos aumenta la vulnerabilidad de los niños. Esto no es justo. Y vengo constatando esas secuelas en bastantes estudiantes del primer año del Grado en Derecho desde hace tiempo.
¿Por qué sigue primando la libertad de elección de unos individuos (no importa que sean muchos o pocos), pese a que esta pueda dejar en la más absoluta vulnerabilidad a los demás, en particular a los niños y menores? ¿Qué sentido tiene que el Estado y el Derecho no promuevan ni protejan, en primer lugar, a los más frágiles de toda unidad familiar? No sólo no lo hacen, sino que siguen enorgullecidos del recurso a la ruptura matrimonial, como si de una conquista se tratara. Para ello, han simplificado y acortado los plazos, pero siguen insensibles, incapaces de percibir el dolor y las heridas en los menores que sufren sus consecuencias, en muchos casos de por vida.»