Artículo de opinión publicado el 15 de diciembre de 2019 en el diario Las Provincias por Vicente Bellver Capella, Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política (Univ. València)
Aunque todo el mundo reconoce la transformación radical que la tecnología digital (TD) está operando en nuestras vidas personales y en el devenir de la humanidad, llama la atención la frivolidad con que estamos actuando frente a ella. La respuesta que se ofrece a nivel personal se limita a considerar que la TD es una herramienta más, y que, bien utilizada, resulta extraordinaria para mejorar nuestras vidas. Es cierto que facilita las conductas adictivas, el acceso precoz de los niños a la pornografía, la sustitución de las relaciones físicas por las virtuales, el exhibicionismo y el voyerismo, la falta de concentración, la búsqueda compulsiva de chutes de adrenalina emocional, la visión del mundo en clave maniquea, etc. Pero, según parece, todos estos problemas se superan con virtud personal. Apenas se piensa que son tantas y de tal magnitud los aprietos ante los que nos pone la TD que quizá la respuesta, además de personal, debería ser comúnmente acordada.
En lo que sigue voy a enunciar las principales amenazas que la TD proyecta sobre la democracia y los derechos de las personas, para urgir a un cambio de políticas por parte de nuestros gobernantes, que vaya precedido de una reflexión social en profundidad sobre un tema en el que nos va el futuro.
1.- La TD apunta contra la línea de flotación del principio de igualdad. Las empresas tecnológicas se han convertido, en unos pocos años, en las que más dinero ganan y más poder ejercen sobre nuestras vidas. Son pocas, casi en régimen de monopolio, y tributan poco a pesar de sus inmensas ganancias. Su reputación es alta, y apenas se ha visto erosionada cuando el público ha sabido que esas empresas viven de acumular y explotar nuestros datos personales, nos espían, defraudan más que nadie, precarizan el empleo, y sus opacos algoritmos se han convertido en los sustitutos de las leyes aprobadas por los parlamentos. La opinión pública recela de los bancos, las petroleras y las farmacéuticas… pero sigue fascinada ante las tecnológicas, aunque intuya que son más devastadoras que las otras en términos de igualdad social.
2.- La TD desacredita la frágil libertad humana y propone en su lugar la libertad asistida por los algoritmos. Nuestros cuerpos son lábiles y nuestras capacidades cognitivas limitadas. El algoritmo, en cambio, maneja con absoluta eficiencia toda la información existente, ofreciendo análisis precisos y propuestas de decisión incuestionables. Adquirir el conocimiento es laborioso, tomar decisiones arriesgado: ¿por qué seguir pensando que esas tareas nos corresponden a nosotros cuando la TD nos puede aliviar de ellas y hacerlo mucho mejor?
3.- La TD acaba con nuestra intimidad y nos sujeta a un régimen de vigilancia permanente. Así como la novela de Orwell “1984” nos produce una insoportable sensación de opresión, la sociedad de la vigilancia en la que nos hemos sumergido por obra de nuestros teléfonos móviles, el internet de las cosas y la generalización de la vídeo vigilancia, nos transmite tranquilidad. Será porque nos hemos convencido de que “quien nada tiene que temer, nada tiene que ocultar”. La intimidad ha dejado de ser el tesoro más precioso de cada uno y quien se afana por preservarla se convierte en insolidario y sospechoso. La protección de los datos personales se ha convertido en la mayor mascarada jurídica de las últimas décadas, pues todavía nos mantiene en la ficción de que existe un derecho a la intimidad que es debidamente protegido, cuando hace tiempo sabemos que la TD se sostiene en la liquidación de ese derecho.
4.- La TD se ha apropiado de lo que es de todos y lo utiliza en su interés y contra el nuestro. Existen unos bienes imprescindibles para el desarrollo de todos que los clásicos llamaron “res communes omnium”, los ingleses “commons” y nosotros “patrimonio común de la humanidad”. La naturaleza o el código genético estarían entre ellos. Los datos acumulados por toda la actividad humana y explotados por un sinfín de algoritmos, lo que venimos llamando “Big Data”, entra de pleno dentro de esa categoría de bienes sin los que no podemos vivir y de los que nadie se puede atribuir la propiedad. Sin embargo, nuestra actitud actual es análoga a la que tuvimos hasta los años sesenta del siglo pasado con relación al ambiente: algo que no era de nadie y cualquiera podía utilizar sin restricción para su beneficio personal. Solo que ahora el “Big Data” es un bien al alcance de muy pocos y su uso en contra del bien común está perfectamente maquillado.
5.- La TD ha trasladado la política desde los parlamentos a las redes sociales. Uno podría pensar que así ya no precisamos de la mediación de representantes políticos y todos podemos participar directamente en el gobierno de la cosa pública. Pero las estructuras definen las funciones y las redes sociales, en su actual configuración, fomentan justo lo contrario de lo que requiere la deliberación política. La política exige discutir en base a argumentos, que se desarrollan a lo largo de una exposición, no sobre exabruptos o descalificaciones. Los deliberantes deben ser sujetos identificados y no anónimos. La deliberación exige atemperar las emociones y el inmediatismo, justo lo contrario de lo que incentivan las redes. Y finalmente la política debe desembocar con frecuencia en acuerdos y no alimentar permanente la confrontación.
Este estado de cosas es preocupante, pero afortunadamente los seres humanos tenemos la capacidad de afrontarlo. Lo primero es no obsesionarnos con la inevitabilidad de los acontecimientos. Y, a continuación, ofrecer propuestas audaces que alimenten un debate fecundo. Ya existen muchas, pero de esas me ocuparé en otra ocasión.