La última máscara

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 6 octubre 2013.

La última máscara por Carmelo Paradinas. Abogado.

Dios ha concedido a los animales el don de poder percibir, desde su intimidad, mediante unos maravillosos sentidos, el mundo que les rodea. Algunas películas ofrecen secuencias en las que la cámara ocupa el lugar del protagonista. Se mueve como lo haría él y ve lo que le rodea como lo vería él. Es un buen método para asistir “extracorpóreamente” a nuestra propia forma de ver el mundo.

Esta percepción externa, que podemos llamar “extrospección”, es común a todos los animales. Pero sólo al hombre le ha sido concedida, además, la posibilidad de mirar también hacia dentro, hacia esa propia intimidad que mencionábamos al principio e intentar captarla. Esto se llama “introspección” y, curiosamente, a diferencia de la extrospección, es muy conocida y utilizada.

Esta facultad del ser humano de poder conocer –o, al menos, intentarlo-, su propia intimidad, se efectúa en un singular proceso de “monólogo dialogado”. Constantemente nos preguntamos si esto será exactamente como nos lo cuentan, cómo haremos esto o aquello, por qué a nosotros nos pasan cosas que a otros no,… y nos contestamos a nosotros mismos, no sin debate, en ocasiones trabajoso. Y no siempre quedamos conformes con nuestras propias respuestas.

En este singular monólogo dialogado, intervienen dos personajes: “yo”, el ego, el verdadero protagonista de la historia, y el “otro yo”, el alter ego, el antagonista de mis planteamientos. El primero lleva la iniciativa y, concluido el debate, él es quien asume la decisión y, en su momento, afronta las consecuencias. El alter ego –el conduecosmas, como lo rebautizó Ramón J. Sender-, suele ser, para bien o para mal, el más incisivo, el más ”peleón” de los dos. También suele ser el que más información aporta, aunque no siempre es, necesariamente, correcta.

La base del diálogo ha de ser, necesariamente, la sinceridad, porque nada sería tan estúpido como intentar engañarse a sí mismo… aunque a veces se intenta. Y alcanzar esta sinceridad es siempre problemático. Freud hablaba de enmascaramientos neuróticos de nuestro yo que hay que descubrir para arrancar esas máscaras que ocultan nuestra auténtica personalidad.

Víctor Frankl, psiquiatra de origen judío, austríaco como su colega Freud, estaba de acuerdo con él, pero puntualizaba que ese desenmascaramiento había de efectuarse con gran cautela. Había que saber encontrar el límite ya que, una vez alcanzados nuestros sentimientos más sinceros, nuestro verdadero yo, había que detenerse. Pretender seguir arrancando máscaras nos llevaría al inconsciente, el lugar en que, dice Frankl, queda eliminado cuanto de humano hay en el hombre. Algo así –me permito añadir-, como la sala de máquinas de nuestro yo, en la que no debemos manipular.

Para alcanzar el momento óptimo de ese desenmascaramiento que nos permita arrancar exactamente la última máscara de nuestra falsa personalidad, contamos con dos valiosas ayudas, que no se excluyen entre sí, sino que, muy al contrario, se complementan: la formación y el asesoramiento, la dirección. Ambas son externas al individuo, porque querer dirigirse a sí mismo aboca al fracaso. Los abogados tenemos un dicho expresivo al respecto: “El abogado que lleva sus propios asuntos, tiene a un idiota por cliente”.

No todo el mundo llega a tiempo para una buena formación, aunque hoy existen medios abundantes para mejorar la que tenemos. Y siempre hay un medio seguro: no aventurarse más allá de nuestros límites, que todos debemos conocer. Tengo un amigo con escasa formación gramatical al que nunca he visto cometer faltas de ortografía. Solamente utiliza las palabras que conoce y si no, pregunta. Es inteligente.

Afirmo con convicción que la dirección, el asesoramiento adecuado, es la regla de oro para llevar a buen término nuestro monólogo dialogado. Por descontado, no siempre es necesaria ni posible tal dirección. Nuestra mente se plantea constantemente cuestiones de orden menor para las que nuestro buen criterio debe ser suficiente. Si aun así nuestros errores son frecuentes, la dirección ha de convertirse en ayuda, porque algo falla en dicho criterio.

Cuando en el diálogo entre ego y alter ego surgen indecisiones, atascos o pérdidas totales, hay que acudir al profesional adecuado. Si es un problema de salud, al médico; sobre cuestiones económicas, al asesor; sobre temas familiares o personales, al amigo-consejero; y sobre asuntos religiosos o de conciencia, al sacerdote o al amigo que entienda y nos entienda.

Formación y dirección, además de resolver puntualmente asuntos de mayor importancia o urgencia, fortalecen al antedicho criterio de nuestros dialogantes ego y alter ego, de forma que, en aquellas ocasiones en que el individuo hay de resolver por sí mismo, sobre la marcha, lo haga con acierto. Lo cual no debe degenerar en optimismos triunfalistas sobre la firmeza de nuestro criterio y llevarnos a creer que, porque ya nadamos mejor que antes, podemos lanzarnos a cruzar el canal de la Mancha.