Libertad invasiva

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 22 julio 2012.

Libertad invasiva
Por Carmelo Paradinas. Abogado.

Lo primero que aprendes al llegar a una Facultad de Derecho es que, por tal Derecho, se entiende un conjunto de normas que hacen compatible la libertad de cada individuo con la de todos los demás, posibilitando así la pacífica convivencia de toda la sociedad.

En nuestros días se ha acuñado en determinados sectores un concepto de libertad que no acepta la sujeción a ese conjunto de normas que es el Derecho ni a otras de igual o superior rango, como son las de la moral, la religión o el sentido común, o de inferior pero muy respetables, como la buena educación o el buen gusto. Es un concepto irracional que identifica la posibilidad física o intelectual de hacer algo con la libertad para hacerlo; una postura totalmente animal, en el más puro sentido zoológico de la palabra. A mí me está costando muchísimo enseñar a mi gato que las cosas no funcionan así. Salta sobre mi mesa cuando le da la gana. Mi gato es libre.

Yo creo que este concepto de libertad tiene resabios, e incluso acaso mucho más que resabios, en postulados anarquistas de Faure, Proudhom, Bakunin y compañía. Cabría esperar de quienes propugnan la no sujeción a ley alguna, divina o humana –“ni Estado ni Dios”, dicen-, una propuesta de vacío que cada individuo llenará con su libre albedrío; pero en la práctica no es así, sino todo lo contrario. Este concepto de libertad es de carácter invasivo y conduce a quienes la propugnan y practican a meterse en el terreno de las libertades ajenas para destruirlas.

Creo que nos estamos equivocando –yo, el primero- cuando al ocuparnos y preocuparnos de los ataques que la institución de la familia está recibiendo de los denominados matrimonios entre personas del mismo sexo, culpamos a los homosexuales, cuando ellos son, no voy a decir que también víctimas, pero sí sujetos pasivos de una artera manipulación -lo cual no quiere decir, claro está, que entre los acuñadores de este concepto no haya también homosexuales-. Les han utilizado como instrumento de una labor de demolición de instituciones y principios de un alcance acaso inimaginado y difícilmente imaginable.

Retrocedamos unos cuarenta años, cuando las entonces denominadas “parejas de hecho” de diferente o mismo sexo, carecían de todo reconocimiento y, en consecuencia, de derechos y de protección jurídica. En aquellos momentos podría –y debería, ¿por qué no?- haberse creado un corpus jurídico que diera protección legal a las situaciones de hecho que esas personas libremente habían adoptado por razones sociales, biológicas o de otra naturaleza. Parte esencial de su indiscutible libertad -allá cada cual con su conciencia-, era el derecho a gozar de la protección de la ley. Si ese reconocimiento se hubiera dado a través de ese corpus jurídico a que me he referido, tengo la convicción de que a nadie se le hubiera ocurrido el también jurídico disparate de etiquetarlo con la denominación de “matrimonio”, institución precedente desde el principio de la Humanidad y sin ningún punto en común con las nuevas figuras, como no sea la mera convivencia, en cuyo caso también podrían llamar matrimonio a la convivencia de una persona inválida con su cuidador o, incluso, a una residencia de ancianos.
Pero esas fuerzas ocultas que atisbamos, vieron una magnífica oportunidad para intentar dinamitar la, con seguridad, más sólida institución humana: la familia. Y pusieron en marcha una estrategia parasitaria que recuerda esas imágenes que a veces nos ofrecen los documentales, de un bicho -que, claro está, el pobre se nos hace automáticamente repugnante-, que se introduce en otro –más pobre aun, por su condición de víctima-, lo devora desde su interior y se queda viviendo en su caparazón.
Por si alguien piensa que detrás de estas ideas mías hay algo de paranoia persecutoria, un detalle reciente: ya se están preparando en algunos puntos de nuestro país –creo que no hará falta referirme a su filiación política-, ceremoniales (¿) para la celebración de…¡“bautismos civiles”! Este tema, que tampoco es nuevo, si no fuera trágico, resultaría cómico. Con lo sencillo que resultaría hablar de “inscripciones civiles solemnes” u otras mil denominaciones perfectamente descriptivas, dignas e incluso algo elegantes, han de utilizar la palabra bautismo, con lo que, en realidad, si alguien cae en el ridículo son ellos. La mala intención es manifiesta.

Escribiendo esto se me viene al recuerdo aquel fenómeno que tanto llamó la atención en los primeros momentos de la llamada Democracia, cuando algunos líderes de la más indiscutible izquierda y ateos practicantes y confesos –Santiago Carrillo, a la cabeza-, utilizaban, de forma coloquial, expresiones y referencias religiosas de forma tan frecuente como si se tratara de venerables curas de pueblo.

Sería conveniente que tanto unos como otros, si no es que de una vez por todas se deciden a venir al recto camino –lo que sería muy de celebrar-, dejaran en paz las expresiones de nuestra religión y se dedicaran a inventar las suyas propias…si el ingenio les da para ello.