Libertad y Constitución de Cádiz

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 18 marzo 2012.

Libertad y Constitución de Cádiz

Por Aniceto Masferrer. Profesor titular de Historia del Derecho. Universidad de Valencia.

“Bien sabido es lo que hizo el Rey Carlos I. Creyó este Monarca que sus derechos, como su poder, no tenían límites; y tratando como rebeldes a los bravos Comuneros, extendió sus estragos hasta las mismas alquerías; tan íntimamente persuadido estaba de que la Nación no debía repugnar ni uno solo de sus caprichos por contrarios que fuesen al bien público. Lo mismo creían todos los Monarcas españoles, ¿Y por qué sucedia esto? Porque las Cortes, como formadas sin plan por acaso, y dependientes de la voluntad del Rey, no tenían más carácter que el de un vasallo que le hace sus instancias con respetuoso y humilde memoria! A buen seguro que si fueren unas Cortes como las presentes, no aparecerían a nuestros ojos como una pequeña estrella en lugar de ser un sol. (…) españoles, ya tenéis ese sol que está luciendo por todo el mundo: este es un Congreso de cuya legalidad no puede dudarse, y cuya representacion, compuesta de la voluntad libre de los españoles de ambos mundos, será un argumento eterno contra las violentas usurpaciones de esos homicidas de los derechos de todas las naciones; seréis, pues, respetados en vuestra representacion nacional, y ésta, con los poderes ilimitados, hará vuestra felicidad ilimitadamente”.

Con estos términos se expresaba el diputado avilés Francisco de la Serna unos meses antes de la promulgación de la Constitución de Cádiz, cuyo bicentenario conmemoramos estos días.

Como puede apreciarse, el concepto de libertad constituía el fundamento y el objetivo primordial del texto gaditano, no sólo como reacción a la invasión y dominio franceses (el texto de Bayona aprobado en 1808 había sido una concesión o ‘carta otorgada’ más que una ‘Constitución’), sino también frente al modelo absolutista, propio del Antiguo régimen, en el que “todo lo que place al rey tiene fuerza de ley”. Para ello, convenía dejar claro que las Cortes de Cádiz nada tenían que ver con las medievales (pese a los intentos de Francisco Martínez Marina –en su “Teoría de las Cortes” de 1812– por presentar éstas como el origen de aquéllas), dando como indiscutible, tanto su legalidad como su legitimidad representativa (“compuesta de la voluntad libre de los españoles”).

Ciertamente, la libertad fue el leitmotiv del texto gaditano, gozando de una ‘vis atractiva’ tan fuerte que, en España, la lucha contra la invasión francesa propició el que absolutistas y liberales se alinearan –por razones distintas– en el mismo bando: tanto los absolutistas como los liberales consideraban traidores a quienes apoyaban la causa de José I, los primeros porque habían dado la espalda a la monarquía legítima (Fernando VII), y los segundos porque se habían enfrentado a la nación española. Unos y otros perseguirían a todos aquellos ‘afrancesados’ y ‘juramentados’ que constituían una amenaza para la ansiada libertad, creándose una figura delictiva singular, el delito de infidencia, que legitimara la persecución y castigo de los traidores de la ‘Patria’, dentro de un marco de legalidad que consagraría la propia Constitución de 1812. Tipo delicitivo que también se aplicaría para perseguir y castigar a quienes, en nombre de la libertad, promovían la causa independentista en las colonias americanas.

Aunque todo el texto gaditano refleje la noción moderna de libertad (años antes del célebre discurso de Benjamin Constant, titulado “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, 1819), así como la concepción rousseauniana de ley como “expresión de la voluntad general”, y varios de sus artículos pongan de manifiesto su particular relevancia, conviene no olvidar que no existía, entre los diputados doceañistas, un parecer unánime en torno al concepto de libertad ni tampoco sobre su concreto alcance. Absolutistas y liberales compartían el sentimiento de rechazo frente al dominio francés, al igual que tanto los diputados realistas como los liberales entendían que la soberanía debía residir en la nación (y no en el monarca). Sin embargo, aun admitiendo que esa libertad pudiera ser ilimitada (aspecto sobre el cual ya no compartían todos los diputados de Cádiz), algunos sostenían que ello no legitimaba cualquier toma de decisión, pues existían realidades (o ‘poderes constituidos’) sobre los cuales no cabía diponer; de lo contrario, esa libérrima opción atentaría contra la auténtica libertad, yendo a la postre en detrimento de la prosperidad y felicidad de todo el conjunto de la Nación. Así se expresaba, en este sentido, el diputado Llanera unos días antes a la citada intervención de F. de la Serna:

“Si los poderes que las provincias comitentes dieron á sus Diputados que componen este Congreso nacional son ilimitados, lo son en órden á poner todos los medios posibles de salvar la Pátria, arrollando á los enemigos de su suelo, de salvar la religion contra todos los tiros con que se intenta combatirla y arruinarla, de establecer en el Trono de sus mayores á la augusta persona del Sr. D. Fernando VII; de mejorar la Constitucion que sea digna de la Nacion española; en una palabra, para todo lo que se juzgue necesario para restablecer la felicidad de la España, valiéndose de todos los medios de justicia; pero no para trastornar las leyes de la rectitud y equidad, no para despojar á las provincias, sus ciudades, villas, corporaciones y particulares de aquellos derechos y regalías que con justos títulos poseen. Son todos dignos de la soberana proteccion de V. M. en sus personas, en sus bienes y en sus legítimos privilegios, mientras que por el crimen de infidelidad á la madre Pátria no la hayan desmerecido.”

El texto gaditano fue la primera Constitución española. Al consagrar los grandes principios del constitucionalismo moderno (soberanía nacional, división de poderes, reconocimiento de los derechos fundamentales y sometimiento del Estado a la ley), puso las bases para una nueva sociedad civil y política que, viviendo en un clima de libertad, se garantizara así la felicidad de toda la nación. Ahora bien, no cabe olvidar que todos enarbolaban un ideal de libertad cuya noción y alcance les sobrepasaba: mientras unos absolutizaban la libertad, erigiéndola en fuente legitimadora de cualquier decisión (siempre que se adoptara conforme a la legalidad), otros intuían que una libertad concebida en estos términos absolutos, alejada de la razón natural, carecía de sentido, pues la prosperidad y felicidad no dependían tanto de un ejercicio ilimitado de libertad, como de promover una sociedad justa y equitativa; de ahí que no convenía emplear los ‘ilimitados’ poderes del Congreso nacional “para trastornar las leyes de la rectitud y equidad”.

El dilema permanece vigente dos siglos después. Los diputados de Cádiz llegaron hasta donde fueron capaces, pero no lo resolvieron. A nosotros nos toca intentar resolverlo. Cabe pensar que el problema es irresoluble, en cuyo caso la historia seguirá planteándolo a las generaciones venideras, o enfrentarse a él seriamente, antes de que nos traiga sin cuidado el que las leyes y el Derecho deambulen al margen de la rectitud y equidad.