Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 17 febrero 2013.
Límites al relativismo jurídico por Juan Alfredo Obarrio Moreno. Profesor Titular de la Universitat de València.
En su obra Ideas para una historia en clave cosmopolita, Immanuel Kant señalaba que el hombre se halla en una contante dialéctica: vivir en o al margen de la sociedad. La idea no es novedosa. En el pensamiento griego, ya Platón sostuvo que el hombre, en su relación con otros sujetos, requiere de reglas, de normas o de pautas de conducta que le lleven al establecer un justo equilibrio entre el egoísmo y la justicia. Concepto que se halla reflejado en un conocido pasaje donde se recoge la polémica entre Sócrates y el sofista Trasímaco. En ésta, si el sofista proclamaba que “lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte”, Sócrates, con su habitual ironía, desgranó el siguiente interrogante: “¿Estimas que una ciudad o un ejército o unos bandidos o unos ladrones o cualquiera otra gente de esa calaña, sea la que sea la empresa injusta que realicen en común, podrán llevarla a término actuando injustamente unos contra otros?”.
El interrogante expuesto por Sócrates nos lleva a plantearnos si únicamente se puede ordenar la acción humana con la estricta vara de medir de unas reglas de conducta recogidas en un Ordenamiento normativo, en un Derecho positivo que se caracteriza por la primacía de la seguridad jurídica –su previsibilidad- sobre la Justicia, porque, como afirmaba Hans Kelsen: “Si hay algo que podemos aprender de la historia del conocimiento humano es lo estériles que resultan los esfuerzos por encontrar una norma de conducta justa que tenga validez absoluta. Si hay algo que pueda aprenderse de la experiencia espiritual del pasado es que la razón humana puede concebir sólo valores relativos; en otras palabras, que el juicio con que juzgamos algo justo no puede osar jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor opuesto. La justicia absoluta configura una perfección suprema irracional. Desde la perspectiva del conocimiento racional sólo existen intereses humanos y, por consiguiente, conflictos de intereses”.
A nuestro juicio, cuando Kelsen sostiene que la voluntad del legislador constituye la fuente última del Derecho, se está reconociendo que éste no puede ser considerado como una Ciencia autónoma de los avatares político-judiciales. Cuando se postula que su única legitimación se halla en el respaldo de las mayorías parlamentarias, el concepto mismo de Derecho difumina sus contornos hasta caer en el relativismo jurídico. Éste desemboca inevitablemente en el positivismo, lo que lleva a que el Derecho dependa de las corrientes de pensamiento dominantes en la sociedad, o que se utilice como herramienta –muy eficaz, por cierto- para promover determinadas ideologías que tienen como único objetivo la deconstrucción de nuestros valores culturales, de nuestra identidad. De esta manera, el Derecho se convierte en un instrumento al servicio del poder del Estado, de una ingeniería social que ha impuesto la convicción de que la moral debe quedar relegada al ámbito privado, mientras que la ley ha de imponerse coactivamente, invadiendo libertades y esferas de pensamiento hasta ahora sagradas. Esto supone que lo absoluto, como el juicio moral, se convierte en relativo, mientras que lo relativo -como la ley positiva, histórica y cambiante- se transforma en absoluto.
En este sentido, creemos –como señalaba Joseph Ratzinger en su diálogo con Jürgen Habermas- que el principio de la mayoría, como fundamento de las decisiones políticas y como fuente del Derecho, debe ser defendido, pero no transformado en criterio único y absoluto, porque si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por otros parámetros más sólidos que el mero consenso social, nuestro devenir se presenta frágil e inconsistente, porque la mayoría no siempre es sabia e infalible. Ésta, como nos enseña la Historia, puede ser ciega, injusta y fácilmente manipulable, y sus errores pueden poner en cuestión bienes fundamentales sobre los que se cimientan la dignidad y la vida humana.
Consciente de que me muevo en el debate de las ideas -el único posible-, cuando rehúyo del relativismo moral, del determinismo cientificista o del positivismo jurídico como las últimas verdades sapienciales, no me mueve otro deseo que mantener vigente una cierta tradición, la humanista, en el centro del saber universitario, tradición que me impide negar la existencia de unos derechos fundamentales anteriores al Estado, derechos que invitan a un diálogo fecundo del hombre consigo mismo, con su conciencia, que nos persuaden de las lógicas espurias del poder y de sus efectos disgregadores, que nos facilitan la comprensión ética de una sociedad y de un tiempo concreto, y que nos hacen ver que la autonomía de la voluntad no puede ser, en modo alguno, el único principio de las leyes, ya sean positivas o morales, lo contrario nos llevaría a poner en duda la existencia misma de la verdad, y nuestra capacidad de conocerla.
Lo que más me entristece es que nuestros alumnos puedan pasar por nuestras aulas sin cuestionarse estas realidades, que consideren que ya no hay verdades, sólo apetencias, que ya no hay certezas, sólo opiniones. Esta actitud se opone al más genuino espíritu universitario: el diálogo fecundo y la búsqueda vehemente por la verdad. Si falta este anhelo, si nuestros interlocutores renuncian a la posibilidad de encontrar un fundamento y una verdad, sus vidas, como tantas otras, pueden llegar a experimentar una de las pobrezas más hondas que le hombre puede experimentar: la soledad.