Mantener la ilusión por aprender y mejorar

Mantener la ilusión por aprender y mejorar

Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 15 de mayo del 2016 por Carmelo Paradinas, Abogado.

          “El ideario de Fundación Universitas está constituido por nueve puntos, que el profesor Aniceto Masferrer propone, como otras tantas claves de su proyecto de ‘Regeneración de una Sociedad Civil Libre’.

            La novena  y última de  estas claves –“¡No  pierdas la ilusión  por aprender y mejorar cada día!”-, probablemente goce de una ventaja sobre la otras ocho: el devenir de la vida, la propia naturaleza humana, juegan a su favor. Consciente o inconscientemente, durante toda nuestra vida somos como una esponja en un medio líquido, absorbemos conocimientos continuamente. Refranes populares reconocen esta natural forma de aprendizaje que es el paso del tiempo: “La experiencia es la madre de la ciencia”, “El diablo sabe más por viejo que por diablo”…Si de algo estamos todos convencidos es de que, sin esfuerzo alguno, estamos aprendiendo constantemente, hasta que nos morimos.

            Pero es obvio que aunque este aprendizaje natural ha llegado a hacer de algunas personas no sólo grandes sabios, sino magníficos seres llenos de virtudes, todos necesitamos “aprender a aprender”.

            El método más universalmente aceptado  para alcanzar conocimientos directos es el de “la prueba y el error”. Consagrado en los medios científicos, es, sin embargo, tan viejo como la propia vida, que se ha fundamentado, y la Humanidad con ella, en este método. Alguien, en ocasiones a precio de su vida, tuvo que probar que aquella fruta o aquel animal eran comestibles… o mortalmente nocivos. Eso es la prueba y el error. Poco a poco, aquella elemental y primitiva necesidad de experimentar personalmente para alcanzar el conocimiento, fue cediendo relevancia a la aceptación de las experiencias de los demás. Con el perfeccionamiento de los medios de información, convertidos, en este aspecto, en medios  de formación, y la rigurosa instauración y sistematización de las diversas ciencias, esta forma de adquirir conocimientos, hoy día, y desde hace ya muchos siglos, está constituida en base del aprendizaje.

             El saber humano, atesorado durante generaciones, ordenado, contrastado y distribuido por especialistas igualmente garantizados, ha llegado a estar, cada vez en mayor medida, al alcance de todos. En colaboración con otros medios –aquella vieja experiencia personal que veíamos, entre ellos-, ha hecho, en definitiva, del ser humano no solamente el único inteligente  de la Creación, sino poseedor de  un depósito de sabiduría que, en sinergia con esa inteligencia, como escribió Saulo de Tarso, le han hecho sólo un poco inferior a los ángeles.

            La actitud de cada individuo, por  supuesto, es decisiva. Como al principio decíamos, existe un aprendizaje natural que, sin esfuerzo alguno por nuestra parte, nos asiste mientras vivimos; pero, como también afirmábamos, es insuficiente. Hay otro aprendizaje,   consciente   y   continuado,   que   requiere   un   esfuerzo   personal;   es   una compleja función con múltiples variables,  que llevará a algunos a  la condición  de sabios. Esfuerzo que, como sucede con todas las funciones vitales, cada vez ha de ser mayor a causa de la natural decadencia del individuo por el paso del tiempo.

            En las páginas de este mismo periódico hemos defendido la posibilidad -necesidad, incluso-, de que el ser humano, lejos de dejarse llevar por el pesimismo de esa natural y progresiva decadencia física, se convenza a sí mismo y convenza a los demás, de que en todos los períodos de la vida, sin excepción, la ilusión por aprender y mejorar puede ser no solamente una ilusión, sino una gratificante realidad.

             La verdadera constatación del progreso vital del ser humano no está tanto en el incremento de nuestra esperanza de vida como en los cada vez más numerosos ejemplos de actividad fecunda que, dentro del período de la vida humana denominado ancianidad, nos rodean. Octogenarios e incluso nonagenarios están presentes, en muchas ocasiones de forma brillante, en el mundo científico, artístico, del deporte, de la empresa, de las   más variadas profesiones. Modernas, y hasta hace pocos años inimaginables tecnologías, minimizan la necesidad del esfuerzo físico, parcela en la que aquella   decadencia natural se manifiesta de forma más destructiva y acercan a la persona la posibilidad de aprender, sea cual sea su edad.

            En nuestros días,  el que no  aprende, dicho en cuatro  palabras, es porque no quiere. Pero el envejecimiento no es la única rémora que el proceso de aprendizaje y mejora del ser humano encuentra en su camino. Obviamente, es el más generalizado, pero hay otros más lamentables y por desgracia numerosos, que englobaré en la amplia expresión de “tristes formas de perder la ilusión de aprender y mejorar”. La necesidad de situarnos profesional, familiar y económicamente, distribuye a lo largo de nuestra vida el esfuerzo por aprender de forma desigual y traicionera. Se traduce, en la   práctica, en que, una vez logrado ese confortable y perseguido posicionamiento, el esfuerzo por aprender, otrora intenso, es abandonado, incluso de forma total. Ya se ha conseguido lo que se quería. ¿Para qué seguir esforzándose?

            Al mismo punto se llega por la vía alternativa, negativa, de la decepción y el desengaño. El que se cree fracasado en sus aspiraciones, arroja la toalla, y se busca un rincón oscuro en que llorar, de forma vitalicia, su fracaso. Y no podemos olvidar tristes acontecimientos tales como desgracias familiares, muertes inesperadas, ruinas económicas, enfermedades… acontecimientos que, igualmente, pueden llevarnos a ese rincón oscuro del que ya no se desea salir y en el que, por supuesto, se piensa que aprender y mejorar son ya perfectos ejercicios de inutilidad.

         Aun existe  un  último obstáculo para  las  actividades  que nos  ocupan  en  este artículo, muy frecuente y lamentable por su naturaleza patológica. Negarse a aceptar aprendizajes y mejoras por estar convencido de poseer razón y conocimientos tan suficientes que los hacen innecesarios.

            Esta negativa –absurda manifestación de soberbia-, suele ser sólo parcial, referida a colectivos determinados que se consideran no capaces –indignos, vamos…–de enseñarnos a nosotros, “que lo sabemos todo, todo el rato”: personas con formación inferior a la nuestra, más jóvenes que nosotros, de ideologías o razas   diversas…Lamentable error, pues de esas personas, en no pocas ocasiones, podemos   recibir enseñanzas que no olvidaremos jamás.

            A veces esa cerrazón es total y no admite postulados e incluso opiniones, vengan de quien vengan, en materias determinadas en las que el soberbio, con media sonrisa irónica de suficiencia, piensa “qué le tienen que enseñar a él sobre eso”.

            Opino que nuestro error básico consiste en creer que la fundamental finalidad de aprender y mejorar es de naturaleza utilitaria. Mediante ambos procesos, nos esforzamos por ser individuos más valiosos para la sociedad,  para posicionarnos mejor en la vida, para alcanzar una mejor situación económica,  para obtener un mayor reconocimiento social. “Para…, para…, para…”; se trata, simplemente, de unos medios y por ello, alcanzados nuestros objetivos, pasan a un lugar secundario de nuestra vida, o, incluso, desaparecen. La realidad es que tienen un fin en sí mismos: nuestro enriquecimiento como personas, sublime actividad que no debe verse alterada por ninguna circunstancia.

            Hablábamos al comienzo del artículo del inmenso tesoro que es el acerbo de conocimientos de la Humanidad. Todos participamos de él, de su disfrute y, aunque resulte sorprendente, de su formación. Funciona por una ley muy similar a la física de los vasos comunicantes. Y tenemos, en consecuencia, una responsabilidad sobre él”.