Artículo de opinión publicado en el periódico Las Provincias el 20 de agosto del 2017 por Carmelo Paradinas, Abogado.
«Se nos abren ojos como platos cuando se nos informa de las desorbitadas cantidades que ganan grandes empresarios, artistas de fama o deportistas de élite. Si por aclamación popular son considerados no solamente buenos, muy buenos, sino «los mejores en lo suyo», esos ingresos no serán solamente desorbitados, sino astronómicos. Aunque, más por envidia que por criterio de justicia, esto nos irrite e incluso llegue a indignarnos, tenemos que aceptarlo.
Ser el mejor goza de la más alta cotización, no solamente en los mundos glamourosos de la alta gestión empresarial, el arte o el deporte, sino otros más comunes: médicos, abogados, ingenieros, informáticos… y carpinteros, soldadores, cocineros, electricistas, vendedores… Claro es que, alejados de la gran popularidad y su casi omnipotente circo mediático, en estas actividades más prosaicas decidir quién es el mejor no es fácil. Pero cuando la sabiduría y experiencia populares toman sus misteriosas decisiones, los triunfadores pasan a la nómina de los «melior inter pares», los mejores entre los suyos. Los «triunfadores», decimos, pues el triunfo personal es condición sine qua non para estas envidiables personas. Nadie puede entrar en el club de «los mejores entre los suyos» apoyándose en la herencia, el nepotismo o el enchufismo; y mucho menos por el delito o la turbia maniobra. Como aquellos románticos adalides de las justas medievales, su triunfo sólo ha de depender de su valor, su honestidad y su fuerza.
Quienes nos informan del gran éxito económico de estas personas, no siempre se preocupan también de informarnos con el mismo detalle de cómo han llegado hasta él. Por supuesto, la base, el punto de partida, se encuentra en la generosidad de la Providencia al dotarles de unas extraordinarias aptitudes naturales: las voces de Cecilia Bartoli o María Callas, la ingravidez de Nijinski o Nureyev, el dominio de la música de Mozart, de los claroscuros de Caravaggio, o del balón de Messi o Ronaldo, son un regalo excepcional que, sin mérito alguno por su parte, han recibido de Dios y solamente a él tienen que agradecérselo. Pero no es suficiente. Esas aptitudes naturales han de ser desarrolladas por quien las recibe, en ocasiones de forma casi heroica, robando tiempo al sueño, al descanso y al legítimo esparcimiento para el estudio, el ensayo o el entrenamiento, con desplazamientos y prolongadas estancias en países extraños pero necesarios para el progreso profesional, con duro sacrificio para la vida personal y familiar…
Su entorno no siempre les ayuda. Muchos serán quienes les alienten, pero no pocos, de buena o no tan buena fe, les aconsejarán dedicarse a otra cosa menos sacrificada y más segura, a no quemar su juventud corriendo tras lo que puede acabar siendo una amarga utopía. Y muchos, probablemente la mayoría, serán quienes no sepan reconocer la extraordinaria valía del que está llamando a su puerta y acaben dándole con ella en las narices. Superar estas dificultades es el crisol de los genios.
Al lado de estos privilegiados -pues realmente lo son-, estamos los que nunca llegaremos a ser los mejores, los números uno de nada; la inmensa, abrumadora mayoría. Algunos se amargan la existencia envidiando a los primeros su popularidad, su éxito y, sobre todo, su dinero. Es un gran error. La vida de las personas es como un gran cuadro que sólo se puede contemplar cuando está concluido. El transcurso del tiempo acaso reserve a estos «mejores entre los suyos» acontecimientos que nos cambiarán envidia por conmiseración.
Pero que nadie tome lo que antecede como una apología de la amargada resignación. Pocos son los que pueden luchar por el privilegio de ser los mejores, pero todos podemos hacerlo para mejorar y superarnos a nosotros mismos. Esto nos proporcionará el gran tesoro de la autoestima y la felicidad.