NO ENVIDIES

NO ENVIDIES

Artículo de opinión publicado el 15 de marzo de 2020 en el diario Las Provincias por Carmelo Paradinas, abogado.

Todo pecado capital es triste, pero la envidia es un «tristísimo triste pecado capital». Puede parecer un trabalenguas, pero en realidad describe este pecado, tan vergonzoso, que ni siquiera busca el beneficio del pecador. Es el mal por el mal, sin compensación. El padre Astete lo definió como un pesar por el bien ajeno o, lo que es igual, una satisfacción por su mal. ¿Cabe mayor vergüenza?

La definición ya establece que el límite objetivo de la falta es el mal ajeno aunque no aporte beneficio propio. La simple emulación, es decir, el impulso a igualar o incluso superar el bien ajeno, sin dañarlo, no sólo es lícito sino bueno para el desarrollo del individuo y, muy frecuentemente, de la sociedad. Tampoco es envidia lamentar errores propios al contemplar aciertos ajenos. El saber popular define ambos casos como «sana envidia».

Dejando el terreno moral y descendiendo al que podíamos denominar operativo, hay que entender y aceptar que envidiar es más complejo de lo que parece. La vida de las personas es como uno de aquellos magníficos mosaicos griegos o romanos. El artista, con miles de pedacitos multicolores de mármol, va formando una maravillosa imagen que es la vida de una persona. Un puñado de estos fragmentos, fuera del contexto general del mosaico, no es más, en definitiva, que un inexpresivo puñado de piedras. Pero, en contrapartida, mientras todos y cada uno de esos fragmentos no hayan ocupado su lugar, el mosaico no está acabado.

La verdadera envidia tiene naturaleza global, unitaria. No se envidia simplemente el magnífico coche del vecino, su gran posición social, su dinero, su felicidad familiar, su espléndida salud, sino el conjunto de todo ello. Se envidia a la persona. Se envidia al vecino como propietario de su maravilloso mosaico existencial. Por eso el envidioso se regocija cuando el mosaico queda dañado, sea por algo importante, como una ruptura familiar, o fútil, como una avería del coche.

Pero la naturaleza global, unitaria, de la verdadera envidia obliga a considerar también de forma unitaria el mosaico de esa vida; tiene que estar completo, totalmente finalizado, antes de ser envidiado.

Charles Lindberg fue un emblema de su tiempo, un «icono», diríamos hoy. Físicamente atractivo, valiente hasta lo increíble, triunfador por méritos propios; prácticamente sin la ayuda de nadie fue el primero en sobrevolar, sin escalas y en solitario, el Océano Atlántico y ganó un puesto de privilegio en la Historia de la Humanidad, al lado de Cristóbal Colón o Juan Sebastián Elcano. ¿Habría, en su momento de gloria, alguien tan envidiado como él? Mas cuando el mosaico de su vida estuvo completo y las desgracias fueron protagonistas, pocos le envidiarían ya. Y como el suyo, miles de casos, algunos probablemente muy próximos a nosotros, de personas envidiadas antes de tiempo.

Recuerdo un cuento de mi infancia en el que había un personaje insatisfecho que se pasaba la vida envidiando a los demás y deseando precisamente lo que no tenía. Un genio juguetón de los que, por lo visto, en aquella época había, le concedió el gran don de que sus deseos, incluso los más nimios, se hicieran realidad en el mismo instante de formularlos. Su vida se convirtió en un suplicio hasta que, con lágrimas en los ojos, consiguió que el genio le retirara tan «maravilloso» don. Hace unos años se filmó una película sobre este mismo o similar tema. Yo voy a parafrasear su título, si bien en términos tajantes: «¡No envidies!», no vaya a ser que el genio del cuento aún ande sueIto por ahí y te encuentres cargado con una vida, inesperadamente trágica, que no es la tuya.