PATRIOTISMO VERSUS NACIONALISMO

PATRIOTISMO VERSUS NACIONALISMO

Artículo de opinión publicado el 1 de diciembre de 2019 en el diario Las Provincias por Vicent Escrivá, Abogado y Doctor en Historia. 

Recientemente se ha reditado en España el libro de Maurizio Viroli, «Por amor a la patria», en el que analiza las diferencias entre patriotismo y nacionalismo. Ambos conceptos en modo alguno son sinónimos o pueden identificarse. Durante estos últimos años hemos asistido en nuestro país a una denigración del término patriota, impulsada por la izquierda que lo enclaustra en ese nimbo de lo políticamente incorrecto. Si le hablas de patriotismo a un progre –aquél que cree que todo se torna obsoleto salvo sus ideas–, inmediatamente le salen sarpullidos y le dan arcadas estomacales. Por el contrario, el nacionalismo está en auge, envuelto en una aureola de victimismo, mitos históricos y revanchismo. Es sintomática esta singularidad española, ajena a lo que sucede en otros muchos países, más o menos alejados culturalmente, en los que se habla del amor a la patria con total normalidad e incluso con orgullo. Baste recordar el «Altar de la Patria», como se conoce en Roma al monumento dedicado al rey Víctor Manuel II, sin que por ello los italianos cuestionen su Estado republicano.

Para el nacionalismo el ciudadano pertenece al Estado; por el contrario, el patriotismo liberal defiende que el Estado pertenece al ciudadano. El nacionalismo es exclusivo y excluyente, irracional, egoísta, narcisista e insolidario. Todo nacionalismo conlleva un componente racista, una falta de justicia contra las demás naciones. Desconfía, incluso odia, al que no forma parte de esa identidad nacionalista homogénea cultural, lingüística o étnicamente. De ahí su intolerancia, su obsesión por la uniformidad con el fin de someter a los discrepantes. Para un cristiano, el nacionalismo es claramente reprobable porque si creemos que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, significa que como seres humanos todos tenemos el mismo valor, los mismos derechos inalienables: «cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que tengan también en consideración y quieran el bien de toda la familia humana» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes). El Papa Francisco ha reiterado que la Iglesia «siempre ha exhortado al amor del propio pueblo, de la patria, a respetar el tesoro de las diversas expresiones culturales, de  usos y costumbres […] La Iglesia ha advertido sobre las desviaciones de este apego al propio pueblo y patria, cuando deriva en exclusión y odio hacia los demás». Pero también, desde una visión estrictamente laica, kantiana, se llega a la misma conclusión: todos los seres humanos tenemos el mismo valor, no hay uno mejor que otro, siendo cada uno único, insustituible. El patriotismo implica amor racional y generoso al propio país. Sea uno de izquierdas o derechas, monárquico o republicano: «el que no ama a su Patria no puede amar nada» (Lord Byron). Por el contrario, el nacionalismo dificulta la convivencia ya que exige una lealtad, una adhesión incondicional. Es un obstáculo infranqueable para la búsqueda del bien común. Se obsesiona por «re-construir» la historia porque si desvirtúas la historia de una nación, debilitas la conciencia de la ciudadanía sobre su pasado.

El verdadero patriotismo encuentra su fundamento en una historia compartida que nos hace sentirnos partícipes de un proyecto de nación con unos valores determinados, con unos símbolos que respetamos y admiramos, con un sentimiento de pertenencia a una casa común –homeland–, que a pesar de su componente emotivo repudia actitudes excluyentes o discriminatorias. Rechaza el odio al extranjero; más bien al contrario, busca su integración, descartando juicios de inferioridad, siempre que, claro está, aquél se avenga a respetar el marco jurídico vigente y esa cultura compartida aquilatada por el paso del tiempo. Frente a esa imagen carca, ultramontana, fascista, retrógrada que la izquierda atribuye al que se considera patriota, la realidad es muy distinta. El verdadero patriotismo no hace incompatible el afecto a lo propio, con la generosidad y la solidaridad con los nacionales de otros países. El 11 de noviembre de 1918 el presidente de los Estados Unidos, el demócrata W. Wilson, se sentó en su escritorio de la Casa Blanca para escribir a lápiz el siguiente mensaje al pueblo americano: «Compatriotas míos, el armisticio fue firmado esta mañana. Todo aquello por lo que América ha luchado se ha logrado. Será ahora nuestro afortunado deber ayudar mediante el ejemplo, mediante sobrio y amistoso consejo, y mediante ayuda material al establecimiento de la justa democracia por todo el mundo».

Para concluir, me viene a la memoria una de tantas muestras históricas de patriotismo español hoy tan vilipendiado. Tras el «desastre del 98» España vendió al Imperio alemán las islas Marianas, Carolinas y Palaos por 25 millones de pesetas. Dicha venta representó para muchos españoles un verdadero ultraje. Lo más granado de la burguesía catalana encabezados por Bartolomé Godó y Pie, el entonces conde de Godó –sí, queridos lectores han leído bien–, publicaron un manifiesto en La Vanguardia en el que, entre otras consideraciones, se decía: «Ante esta horrible mancha a nuestra altivez, a nuestra honra; ante esta cruenta herida hecha a nuestro honor nacional, no hay partidos políticos SOLO HAY ESPAÑOLES, cuyo corazón late al unísono para demostrar a Alemania que no en vano se ataca a un pueblo de fiereza innata como el nuestro […] Pero ante las heridas de honra, somos hoy lo que ayer: los que desde las montañas de Covadonga luchamos porfiadamente y sin cansarnos siete siglos consecutivos, los que declaramos la guerra y vencimos al coloso del siglo cuando se hallaba en su apogeo, y si el tricornio de Napoleón no puedo con nosotros ¡vive Dios! que menos ha de poder el casco de Bismarck» ¡Quien no conoce nuestra historia o la tergiversa de forma abyecta e interesada, no puede defenderla!