Pobreza y eutrapelia

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Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 16 junio 2013.

Pobreza y eutrapelia por Carmelo Paradinas. Abogado.

La vida de muchas personas avanza, como los relojes de pared, a impulso de los movimientos de un péndulo. Pero los relojes tienen un ingeniosísimo mecanismo que convierte ese movimiento pendular en otro lineal, lento, preciso y mesurable, y los hombres, no. Por eso, los hombres en esta situación, a impulso de aquellos violentos movimientos pendulares, van a batacazos, algo así como esos pobres moscardones que acaban estrellándose contra el cristal de la ventana en la que creían encontrar su libertad.

La elección de nuestro nuevo Papa ha propiciado, entre los medios de comunicación, uno de esos grandes movimientos pendulares, unas veces con buena y otros con mala intención. Y suelen ser más peligrosos los tontos que los malos. Su elección del nombre Francisco –evocando al de Asís-, su condición de hombre de vida consagrada, con sus votos de pobreza, castidad y obediencia, su reconocida y bien practicada austeridad, han sido libremente interpretados por este pendular colectivo como una llamada a la pobreza. Y se han alborozado, porque dicen que esa es una de las cosas que más necesita la Iglesia. Si son consecuentes con su alborozo, habremos de ver un futuro inmediato lleno de renuncias, austeridades y actos de desprendimiento.

Es peligroso, en mi opinión, adelantarse de esta forma a las intenciones del Romano Pontífice cuando apenas ha hecho algo más que saludarnos a su llegada. Tiempo va a haber, si Dios quiere, para que conozcamos con detalle sus enseñanzas a través de los medios para ello existentes en la Iglesia. Ya veremos si esta especie de augures prestan tanta atención como sería de esperar y desear a las encíclicas, cartas pastorales, homilías y discursos de su Santidad. Mientras tanto, lo prudente es esperar.

El concepto de pobreza en la Iglesia Católica es muy frecuentemente mal interpretado desde fuera y desde dentro. Suele ser identificado con esa renuncia total de Francisco de Asís, de los doce apóstoles o, ya en nuestros días, de tantos miles de mujeres y hombres que aceptan la privación de bienes, en el sentido literal de la palabra, para dedicarse sin trabas al apostolado o a la contemplación. Hemos de pedir a Dios que nos conceda muchos de esos hombres y mujeres, pues son un bien inmarcesible para la Humanidad, pero es obvio que se trata de una ínfima minoría. La inmensa mayoría, entre la que nos contamos tú y yo, está integrada por personas comunes, de vida ordinaria, con sus obligaciones profesionales, familiares y sociales, para las que la utilización de los bienes que Dios ha puesto a nuestra disposición es necesaria.

En ese contexto, para esa gran mayoría pobreza ha de entenderse como desapego, pobreza espiritual, en expresión del propio Jesús en las Bienaventuranzas. Utilización de esos bienes en cuanto sea necesario, siendo nosotros sus señores, no sus siervos.

Con frecuencia nos lanzamos a buscar caminos que seguir en grandes dimensiones, cuando tenemos otros más andaderos e igualmente eficaces al alcance de nuestra mano. Y nada está más al alcance de nuestra mano que las virtudes morales; son, podríamos decir, el más fácil peldaño para entrar en la práctica de la Virtud, con mayúscula.

Muchas son esas virtudes morales. Santo Tomás de Aquino, sin pretender enumerarlas de forma exhaustiva, contó más de cincuenta. Y, entre ellas, una que se me ocurre muy oportuna para nuestro tema: la eutrapelia.

Obviando definiciones complejas de esta virtud moral, de la que ya hablaba Aristóteles, yo la definiría, de forma casi coloquial, como el empleo moralmente adecuada de nuestro tiempo libre. Y es oportuna para el tema de este artículo, digo, porque es en el ámbito a que esta virtud moral se refiere, donde se producen algunas de las más flagrantes conculcaciones de la justicia y de la caridad. Y, en consecuencia, el mejor campo para ejercitar la pobreza en su sentido de desapego en beneficio de otros más desfavorecidos.

Ciertamente, necesitamos tener en nuestra vida pequeñas compensaciones que nos ayuden a tomar aliento para seguir en la dura lucha cotidiana. Pero nuestra sociedad del consumo más allá, incluso, de nuestras posibilidades reales, ha desorbitado la situación hasta hacernos caer fuera de los mencionados límites de la justicia y la caridad.

No pensemos en Francisco de Asís y otros santos que, como él, se deshicieron de todos sus bienes por amor de Dios. O de estos hombres, muy cercanos a nosotros, que han hecho lo propio para entrar en una Cartuja. Pensemos en lo que nosotros podemos hacer, de forma no tan heroica pero también muy eficaz, a la hora de planificar unas vacaciones suntuosas, un fin de semana excesivo, la práctica o el seguimiento dispendioso de un deporte o una afición, objetivamente buenos o, a lo sumo, moralmente aceptables; incluso, la pérdida continuada e improductiva de nuestro tiempo ante un televisor, porque el tiempo es también un bien precioso que hemos de saber administrar.

No necesitaremos más para disfrutar de esa reconfortante sensación que se experimenta al renunciar a cosas a las que tenemos derecho, sin necesidad de buscar otros caminos a los que, en realidad, no hemos sido llamados.