Publicado en el diario Las Provincias. Domingo, 2 mayo 2010.
Política y corrupción
Por Aniceto Masferrer. Profesor Titular de Historia del Derecho. Universitat de València.
Es bien conocida la tendencia humana a justificar los propios actos, esgrimiendo las razones que convengan con tal de maquillar la realidad, bien para conformar los hechos a nuestro antojo, bien para presentar como bueno lo que, de entrada, tiene visos de conducta moralmente reprobable. No hay más caminos: o se niega (o deforma) lo que ha acontecido en la realidad, o se esgrimen razones que permitan presentar laudable lo que, en principio, pudiera parecer más bien reprobable. En definitiva, o se tergiversan los hechos mismos, o se presenta un criterio o regla moral distinta a la existente para el caso concreto en cuestión, salvándose así la propia reputación frente a los demás, y en algunos casos incluso la imagen frente a uno mismo, quien termina dando por correcto algo que quizá no lo es.
Basta seguir mínimamente la actualidad social y política para constatar que la mencionada tendencia está al orden del día, adquiriendo en el terreno político una presencia acusadísima, quizá porque los políticos necesitan de la imagen para ganarse la confianza de los ciudadanos, al tiempo que generalmente no pocos están dispuestos a llevar a cabo lo que sea con tal de mantenerse en el poder. Como gobernar pensando excesivamente en mantenerse en el poder raras veces casa con lo moralmente correcto, al político muchas veces no le queda otra vía que la de maquillar la realidad, negándola o presentándola deformada, ya sea consciente o inconscientemente. No es extraño que actualmente la clase política carezca del crédito que antaño podía haber gozado, y que los ciudadanos apenas confíen en ellos. Por extensión, lo mismo cabe decir de los medios de comunicación, para quienes la alianza con un partido político o un lobby particular resulta más relevante que el interés por informar de una manera desinteresada e imparcial.
Lo preocupante es que esta triste realidad no afecta tan sólo a cuestiones menores como puede ser si a una concreta manifestación han acudido un millón o dos cientos mil personas, si un político ha beneficiado a un pariente en un concurso público, o ha aceptado un obsequio de un valor económico más o menos considerable, sino a temas de mucho mayor calado de los que depende la vida y el bienestar de muchos miles de personas. Cuestiones relacionadas con los derechos humanos fundamentales como el ejercicio de la violencia, el terrorismo, la denominada guerra preventiva, el abuso y explotación sexual de mujeres y menores, la pornografía infantil, la exclusión social, el aborto o la eutanasia, entre otros, constituyen algunos ejemplos de temas sobre los que no debiera admitirse mentira ni falsedad alguna. De lo contrario, se terminan admitiendo y dando por buenas deplorables aberraciones, jugando tan sólo con el lenguaje, pues, según el parecer de una corriente de pensamiento, todos los conceptos son indeterminados, no teniendo más significado que el que le confiera la propia sociedad en cada momento, dependiendo tan sólo del contexto y del carácter persuasorio de la propia argumentación. Si no hay verdad, hay poco que hacer. Y si se llega a negar incluso lo evidente, menos todavía.
Así las cosas, si no existen referentes objetivos y permanentes, si los principios morales no son otra cosa que una construcción social, fruto de cada contexto histórico, me temo que no hay mucho que hacer, pues la experiencia muestra que no hay cosa más vulnerable (o manipulable) que la opinión pública, llegándose a gobernar al margen de ésta, o ignorando la voz crítica de una minoría que es presentada como una amenaza para una mayoría que es amorfa, acrítica, y sin voz efectiva. A partir de ahí, la estupidez campa por sus anchas, la corrupción causa estragos, y la injusticia carece de límites. En no pocas ocasiones, una minoría logra imponerse ante una mayoría que, inerme –que no ingenua–, no terminar de dar crédito lo que sus sentidos atestiguan. Mayoría amorfa e inerme, pero no ingenua o exenta de culpa. Comparto el parecer de quienes sostienen que carece de sentido criticar la falta de honradez de la clase política sin percatarse de que cada sociedad tiene los políticos que ésta se merece. Es más. Los propios políticos resultan un reflejo bastante fiel de la sociedad. Lamentar la corrupción en la política sin divisar esa concreta lacra en el mundo de la empresa, las finanzas, la comunicación, la cultura, el ocio, etc., y sin caer en la cuenta de que, a la postre, tal corrupción –y no sólo política– hunde sus raíces en la falta de honradez o degradación moral de las personas y la familia, denota una escasa capacidad de observación y análisis de la realidad social.
Lo más lamentable de la corrupción política consiste probablemente en aprovecharse de la coyuntura, acelerando el proceso de degradación general de la sociedad con leyes que permiten lo que jamás debiera permitirse, o prescriben lo que, perteneciendo al ámbito del individuo o la familia, ningún Estado debiera prescribir, precipitando la sociedad hacia el abismo del vacío y sinsentido más absolutos.
La historia, maestra de la vida, da prueba de ello, también hoy, pero al hombre le cuesta aprender, y aún más reaccionar. Es hora de despertar de este letal letargo y nadar a contracorriente, tarea no fácil pero apasionante para quien se decide a acometerla. En “Los ojos del hermano eterno” Stefan Zweig afirma que “en la tierra, el ejemplo es la ligazón más fuerte entre los hombres; toda acción despierta en los demás la voluntad de actuar con rectitud, de salir del sopor de la somnolencia y de llenar las horas de actividad”. Quizá se trata de lamentarse menos y de contribuir más con el propio ejemplo, compartiendo con Virata, el protagonista de la citada novela, la única preocupación que sacudía su alma, “ser justo y vivir sin culpa sobre la faz de la Tierra”, consciente de que “el que no actúa también hace algo que lo convierte en culpable”, pues “también la no acción es acción”, y sólo “el que no hace sino servir [a los demás] y renuncia a su voluntad se despoja de toda culpa”.
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