Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias del domingo 29 de enero de 2017 por Ginés Santiago Marco Perles,Decano de la Facultad de Filosofía, Antropología y Trabajo Social. Director del Máster Universitario en Marketing Político y Comunicación Institucional (Univ. Católica de Valencia).
«El pasado mes de noviembre nos ha traído una noticia que, aun pudiendo pasar inadvertida para un gran número de ciudadanos, no debería permanecer en segundo plano. Me estoy refiriendo a la designación de la palabra “post-verdad” (“post-truth” en el original inglés) como la “palabra del año 2016” por parte del Diccionario de Oxford. Las razones de esta designación obedecen, según sus promotores, al incremento exponencial del número de citaciones (hasta un 150%) que ha merecido este término respecto a 2015. Postverdad significa la prevalencia del emotivismo en el discurso político, que apela permanentemente a los sentimientos de los interlocutores para ganar su adhesión, en detrimento del discurso que concibe la verdad como “adecuación de lo real”. Dicho con otras palabras, la verdad en el discurso político experimenta un eclipse y es reemplazada por aforismos que pugnarían por ganar primero nuestra atención y después nuestra adhesión en las urnas. El problema de esta sustitución es la apuesta por la fugacidad en detrimento de la solidez, que implica que muchos destinatarios del discurso político caigan en la perplejidad, y la consiguiente inquietud, cuando perciben que la realidad se impone y que las promesas electorales se hacen para no cumplirse, parafraseando al profesor Tierno Galván. Conviene que nos preguntemos a qué se debe este eclipse, del que muchos de nosotros podríamos ser responsables ya sea por acción o por omisión, y cuáles han sido sus consecuencias más inmediatas en la acción política.
En primer lugar, no resulta fácil invocar la verdad en nuestro tiempo, tanto en el debate público como en las conversaciones habituales, si quien la invoca es rápidamente tachado de fundamentalista o integrista. Parece que son más “auténticos” aquellos que están menos convencidos de lo que afirman –incluso cuando mienten- frente a quienes pudieran estar plenamente convencidos –aunque estén equivocados-. Esto constituye, a mi juicio, un contrasentido y una incitación en toda regla a quedarnos en la superficie y a no rastrear los fundamentos. Es un error mayúsculo, ya que apelar a la verdad no es sinónimo de saberse en posesión de la misma, sino en sincera búsqueda. Es la verdad la que “nos posee”.
En segundo lugar, la verdad experimenta un eclipse en la medida en que nuestro grado de convicción de que el interlocutor comunique con verdad sea más bien escaso. Esto último explica que toleremos las verdades a medias e incluso las mentiras procedentes de quienes tratamos más de cerca y, por supuesto, de quienes apenas conocemos. Sirvan, como botón de muestra, las falsedades que por doquier emergen detrás de un gran número de declaraciones políticas del más variado signo y condición, y que constituyen el gran obstáculo para la regeneración política. No hay que olvidar que la mentira destruye la confianza mutua entre representante y representado.
Las consecuencias para la acción política son múltiples, pero tienen todas ellas un común denominador: la disociación entre ética y política. La escisión entre ambas disciplinas conlleva la célebre afirmación: “O ética o política”. Los embusteros tienen las de ganar; los honestos, por el contrario, tienden a retirarse del escenario público por hartazgo. La comunidad política pasa a concebirse como un orden puramente formal y procedimental, amoral, y, en consecuencia, no fomenta la virtud o la perfección moral de los ciudadanos. Por otro lado, la ética deja de tener un carácter público, lo cual no puede, por menos de resultar gravemente dañino en lo social, pues como afirma Alfredo Cruz Prados, si no hay razones morales para participar en la comunidad política, tampoco hay razones políticas para promover la virtud en uno mismo y en los demás. En otras palabras, la disociación entre ética y política produce apatía cívica, absentismo político, inmoralidad pública; y lo ético, lo moralmente aceptable, queda reducido al ámbito de lo privado.
Y una vez privatizada la ética respecto de la comunidad política, el repliegue subjetivista de la ética no puede servir como base objetiva: frente a lo moral, a lo éticamente exigible surge la emotividad como algo más cercano aún, como más íntimo, caluroso y entrañable. Nos encontramos así inmersos en una progresiva tendencia hacia una sociedad intimista, en la que lo valioso y decisivo de las mujeres y de los hombres (su identidad, su autenticidad y su categoría moral), es situado siempre o, al menos, principalmente, en el recinto de la intimidad, con escasa trascendencia social. Para los integrantes de esta sociedad, entenderse a sí mismos, buscar criterios para su existencia, consiste en curvarse sobre sí mismos. Existe una especie de obsesión psicologista, que se concreta en una atención constante y meticulosa a las experiencias interiores, a los sentimientos, a los cuales se les otorga una importancia capital. Pero los sentimientos, como los gustos, son difícilmente objetos de intersubjetividad. La decadencia del “yo cívico” ha dado lugar a la emergencia del “yo emotivo”, y mientras para el primero la vida consiste en “actuar” en la plaza pública, en desenvolverse en un mundo compartido de mediaciones y significados intersubjetivos, para el segundo la vida y la acción sólo pueden ser pura expresión de lo interno, de lo subjetivo.
Y, ¿qué consecuencias tiene esa traslación del yo cívico al yo emotivo? La principal consecuencia que se genera, a mi juicio, es un cambio radical en la comprensión de la realidad, de tal forma que aquello que somos y aquel que somos deja de basarse en nuestros vínculos objetivos, en nuestras relaciones con esa realidad, y pasa a sustentarse en nuestro experimentarnos emotivamente, en nuestra autoconciencia afectiva. A su vez, el valor moral de las cosas ya no depende de su realidad en sí, y de la racionalidad que podamos inferir de ella, sino de la fuerza emotiva que posean. La verdad se sustituye por el “reclamo”.
No es de extrañar, pues, que el emotivismo en la acción política sea una de las señas de identidad del momento presente. De este modo, la verdad que se esconde detrás de nuestra actual situación política queda supeditada a la comunicación política de un mensaje que no busca tanto servir de estímulo para que seamos mejores, sino que nos hace sentirnos mejor –independiente de si se ajusta o no a la realidad-. Pero, a mi juicio, la postverdad que subyace en este modo de concebir el discurso político es tan efímera, y con un recorrido de ida y vuelta, como el relativismo y el subjetivismo que anida en ella. Porque al final lo que queda es el valor auténtico y no el valor aparente, aunque este último sea casi siempre más llamativo y dulzón. Nos sucede algo así como al bizco del cuento, quien –paseando tranquilamente por una dehesa- vio “dos” toros bravos; salió corriendo y se acercó a “dos” árboles; y se subió al árbol que no era y le cogió el toro que sí que era.»