¡QUE VIENE EL LOBO!

¡QUE VIENE EL LOBO!

Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 12 de mayo de 2019 por Carmelo Paradinas, Abogado.

«Los tiempos que nos ha tocado vivir traen constantes motivos de desconfianza. Desconfianza en cosas nuevas y pérdida de confianza en cosas antiguas que ya teníamos aceptadas. Los medios de información son muy numerosos y deberían ayudarnos a dar o negar nuestra confianza, pero en no pocas ocasiones se dejan manipular por intereses incorrectos y se convierten en «medios de desinformación». Por otro lado, personas, instituciones, ideas y creencias en que siempre habíamos confiado, nos defraudan, incluso nos escandalizan, con inesperadas actitudes y conductas.

Tanta desconfianza pone en marcha una cadena de importantes consecuencias. Aparece un sentimiento difuso de inseguridad que acaba cristalizando en escepticismo generalizado; y el escepticismo es un mal que cierra las puertas a lo positivo, a la realidad, en definitiva.

La conocida fábula del pastor y el lobo nos ofrece una versión curiosa, infrecuente, de un escepticismo no por jocosamente provocado menos dañino. Los repetidos engaños del bromista pastor -«¡Que viene el lobo, que viene el lobo»- llevaron a los lugareños a un escepticismo que, cuando realmente el lobo vino, pagaron con la vida las pobres ovejas y, según versiones pesimistas de la fábula, también el propio pastor.

En el grave problema del Cambio Climático tenemos un planteamiento que puede llevarnos -acaso ya lo está haciendo- a una catástrofe infinitamente mayor que la de la fábula. Sabias personas nos advierten, con creciente alarma, de las tremendas consecuencias de este fenómeno. Ellos, bienintencionados, juegan el papel del inconsciente pastorcillo de la fábula; a la inversa, somos los lugareños, la Humanidad, quienes no hacemos caso y con nuestro inconsciente escepticismo acaso estemos contribuyendo a nuestra perdición.

La cuestión del Cambio Climático es de una gran complejidad, en la que concurren intrincadas responsabilidades que se reducen, en definitiva, a dos ámbitos, el del Universo y el del Hombre.

El conocimiento que tenemos del Universo es menos que infantil. Para entrar en su estudio hemos tenido que cortar un insignificante fragmento -el más próximo a nosotros- y a partir de él, generalizar y fantasear; un disparate, elevado a la enésima potencia, como intentar conocer con todo detalle la magnificencia del Museo del Prado atisbando por el ojo de la cerradura de una de sus puertas.

En esta misma descomunal proporción se dan las respectivas participaciones del Universo y el Hombre en el fenómeno del Cambio Climático.

No somos propietarios de nuestro planeta, ni siquiera inquilinos, pues no pagamos renta; estamos en precario. Podemos disfrutar de él libremente por la bondadosa magnanimidad del verdadero propietario, que lo es también del infinito Universo, con planes y proyectos de los que somos ínfima parte y no se pueden alterar. Nuestra Tierra tiene grandes ciclos, descomunales fuerzas propias y está sometida a otras siderales aun mucho mayores. En la parte que a ellas corresponde de nuestro Cambio Climático, el hombre sólo tiene el arma de la resignación y la esperanza de librarnos de males mayores, pues de algún punto ignorado podría salir un enorme asteroide que se nos viniera encima y, manu militaris, resolviera, de una vez por todas, el problema del Cambio Climático y cualquier otro que pudiera afligirnos.

Pero al nivel local del planeta que se nos ha cedido en precario, tenemos la grave obligación de cuidarlo con la diligencia de quien disfruta de lo que no es suyo, máxime si en ello le va la vida.

La actitud de la Humanidad ante la situación es deprimente. A todos nos resulta cómodo resguardarnos tras las increíbles posturas de las grandes potencias al negarse a sacrificar aspectos de su desarrollo industrial en beneficio de una mejora medioambiental. Pero a nivel personal, todos y cada uno de nosotros, en los hábitos de nuestra vida, hacemos lo propio».