Regeneración política y regeneración moral

Regeneración política y regeneración moral

Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias del domingo 14 de mayo por Ignacio Sánchez Cámara, Catedrático de Filosofía del Derecho.

«Necesitamos una profunda regeneración política. A esta tarea se dedica esta serie de artículos. Pero no habrá regeneración política sin una previa regeneración moral. La crisis que padece Europa, con una intensa pero breve mejoría después de la Segunda Guerra Mundial, es moral. Su origen se encuentra en el siglo XVIII, aunque posee raíces más antiguas.

La política pertenece al ámbito de la superficie de la vida de las sociedades. Casi siempre es más síntoma que causa de los graves problemas sociales. Si una crisis es sólo política, podemos afirmar que no es grave, que la salud de la sociedad terminará por imponerse y acabar con ella. Es cierto que, por ser superficial, casi siempre es lo que más ruido y alarma produce, pero nunca lo más inquietante, pues es más consecuencia que causa. La clave suele estar siempre en lo profundo de la realidad social, en su sistema de ideas y creencias.

Acaso existan similitudes entre nuestra situación y la que padeció Roma en tiempos de Cicerón, cuando entraron en crisis las instituciones clásicas de la República. Dos de las palabras más empleadas por el jurista y pensador fueron concordia y libertas. Sentía que con ellas se perdía la vieja y clásica forma de vida romana. Y era, en este sentido, Cicerón conservador, pero, a la vez, quería conservar la tradición republicana amenazada y garantizar el progreso. ¿No vemos también hoy la concordia rota y la libertad amenazada? La Transición está cuestionada y en crisis (y su defensa no entraña la negación de algunos errores y limitaciones, pero fue una gran hora de la vida española) precisamente porque se repudia la concordia y se amenaza la libertad.

La moral dominante, aunque no de forma total y absoluta, constituye una amalgama de relativismo, apología de la autonomía frenética, emotivismo, hedonismo y miserias de la deconstrucción. Todo parece conducir a una permisividad total salvo el principio de no dañar a otro. Nadie habla hoy del deber, sino sólo de no dañar al otro. Es lo que Lipovetsky calificó como la ética indolora de los tiempos democráticos y el crepúsculo del deber. El dolor es el mal, y sólo el dolor es el mal. Lo que no se suele tener en cuenta es que la omisión de los deberes entraña la destrucción de los derechos. Pues, por una parte, todo derecho incluye el deber de todos de respetarlo. Y, por otra, el ejercicio de un derecho no es ajeno al cumplimiento, por parte de su titular, de los deberes que le son anejos. Así, el derecho a la educación va acompañado por el deber de estudiar.

Los principales debates jurídicos y políticos, cuando verdaderamente lo son, vienen precedidos por clamorosos errores morales. El caso reciente de la maternidad subrogada es elocuente. Incluso en una situación en la que la liberación de la mujer se erige en tópico absoluto, las veleidades de la autonomía se sobreponen a las exigencias de la dignidad. Parecería que la mujer es señora absoluta de su cuerpo hasta poder degradarse a la condición de cosa o instrumento de la voluntad ajena. Por el contrario, la dignidad de la persona exige que nunca pueda ser tratada como medio sino siempre como fin en sí. Lo cierto es que esta cuestión no deja de tener su lado positivo, ya que está produciendo una quiebra en el monolítico bando del falso progresismo. Digamos que está haciendo tambalearse al paradigma ético dominante. Al “progresista” le descoloca un poco, pues no se puede servir a dos señores: al arbitrio de la mujer que hace con su cuerpo lo que le viene en gana, incluso cobrando, y al rechazo a la explotación de la mujer necesitada. Tiene que optar y acaso le falta la adhesión a una noción fuerte de dignidad de la persona.

También queda descolocado nuestro salvaje, no siempre bueno, ante los excesos de la libertad de expresión. Cuando son suyos los defiende. Cuando son ajenos los deplora. Desconoce quizá que la libertad de expresión no ampara nunca, ni siquiera en sus más radicales defensores, la licencia para insultar, calumniar o vejar. La libertad de expresión ampara la emisión de opiniones, juicios o valoraciones, no la licencia para ofender.

Son las contradicciones culturales del radicalismo izquierdista. Dicen defender la vida, pero defienden también el aborto y la eutanasia. Dicen defender la libertad de expresión, pero atacan sedes de grupos políticos y personas que no piensan como ellos. Dicen defender la democracia, pero son hijos de Lenin y Stalin y devotos de toda dictadura comunista, valga la redundancia. Dicen defender la libertad, pero la aborrecen. Dicen defender la igualdad, pero son esclavos del igualitarismo. Son los obstinados destructores de la concordia y la libertad. Lo malo es que entre nosotros parece que Cicerón está de vacaciones. Salvo quizá alguna egregia excepción.

La democracia no garantiza la libertad, ni la prosperidad, ni la civilización. Como afirmó Tocqueville, las naciones democráticas pueden caminar hacia la libertad o hacia la servidumbre; hacia la prosperidad o hacia la miseria; hacia la civilización o hacia la barbarie. De sus ciudadanos depende que caminen hacia una u otra de las alternativas. La pasión genuinamente democrática es la igualdad, no la libertad.

Por mi parte, no espero regeneración política alguna sin una previa y enérgica regeneración moral. Pero para que esta última sea posible es imprescindible la existencia de minorías ejemplares que ejerzan su autoridad espiritual. Pero, ¿dónde se encuentran? Ya ha sido diagnosticado. Europa se ha quedado sin moral. Ha sido la consecuencia de la pérdida (o, al menos, drástica disminución) de la vigencia social del cristianismo. Y nada parece sustituirle, salvo esa amalgama de errores morales contemporáneos. Nietzsche lo profetizó: la “muerte de Dios” anunciaba el más terrible cataclismo. ¿No coincidieron los totalitarismos con el eclipse de Dios?

La regeneración política no es posible sin una previa regeneración moral. Pero la regeneración moral depende, aunque sólo sea en parte, de la adopción de medidas políticas quirúrgicas en el ámbito educativo. Aquí reside quizá el círculo vicioso: para reformar lo profundo, la vida moral, es necesaria la colaboración imprescindible de lo superficial, la realidad política. No es fácil enseñar a salir a la mosca de la botella cazamoscas».