Regeneración política

Regeneración política

Artículo publicado en el diario Las Provincias del domingo 5 de junio del 2016 por Aniceto Masferrer, Profesor de Historia de Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Valencia. A.C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

«La corrupción política no es un problema estrictamente español, al igual que la esclavitud en el siglo XIX no afectó tan sólo a Inglaterra y a Estados Unidos. Hace unas semanas invité a una profesora de una universidad rumana a dar una conferencia sobre el marco constitucional de su país, y a todos nos quedó claro que en todos los sitios cuecen habas. Pero sería triste que el alcance general del problema sirviera a alguien de consuelo, o de bálsamo para trocar la indignación en mera resignación o conformismo.

            La corrupción política es una triste realidad que requiere de un diagnóstico que vaya a sus raíces y ofrezca soluciones concretas que minimicen al máximo su propagación. De lo contrario, la sociedad irá degenerando, produciendo el consiguiente   dolor   y sufrimiento a muchas personas y familias, empezado por las más frágiles y vulnerables.

            La corrupción política es la punta del iceberg de un tipo de sociedad, conformada por una mentalidad que no sólo tolera  las corruptelas, sino que admira incluso a aquellos que las llevan a cabo (siempre y cuando tengan la habilidad de no ser descubiertos). España tiene particularmente arraigada esa mentalidad o actitud picaresca, como pusieron magistralmente de manifiesto algunos escritores de nuestro Siglo de Oro. Hace un año quise volver a leer la conocida obra de Francisco de Quevedo, Vida del Buscón, y no pude terminarla. Aunque gocé de su lectura en algunos de sus pasajes, tanto la cruda realidad ahí descrita como la mentalidad de algunos de los personajes que  ahí  aparecen  me superó por completo, quizá  porque no podía evitar remitirme a la situación actual que estamos viviendo, y porque es esa la mentalidad social que produce y tolera la corrupción y la injusticia hasta unos límites insoportables.

            La corrupción política es un problema fundamentalmente moral. Y cuando una sociedad genera y/o tolera esa inmoralidad, lo que necesita es una regeneración. Si no se regenera, la situación tiende inevitablemente a empeorar, causando más dolor y sufrimiento a un  mayor  número de personas. La sociedad se va resquebrajando, las estructuras se van derruyendo, y el Derecho no puede hacer valer su fuerza coactiva para imponerse al haber perdido toda su legitimidad. Horacio, el conocido poeta romano, ya afirmó que las leyes, si carecen del refrendo de las costumbres, son vanas (‘Leges sine moribus vanae’). Pero somos tan ilusos que hemos llegado a pensar que el Derecho, creado por el Estado, puede –y debe– arreglarlo todo. Esto es falso. Ni puede ni debe pretenderlo. Y a la realidad actual me remito.

            Nicolás Maquiavelo (1469-1527) fue el primero en desligar la política del bien común. La auténtica preocupación política de Maquiavelo fue la formación de un Estado moderno, y propuso poner todo al servicio de ese objetivo. Ese fin justificaba todos los medios. En consecuencia, lo primero que debe procurar el político o gobernante   es   hacerse   con   el   poder;   y   cuando   lo   detenta,   debe   mantenerlo   e incrementarlo en la medida de lo posible. Esta visión de la política y del Estado, que se sirve del Derecho como instrumento legitimador de cualquier decisión o ley (porque  ésta es ‘expresión de la voluntad general’, como defendió Rousseau), es deletérea para la sociedad, y abre la puerta a todo tipo de abusos en el ejercicio del poder. Porque la corrupción política no es otra cosa, a fin de cuentas, que un abuso de poder. El poder político es necesario,   pero su ejercicio   abusivo daña, corrompe y destruye eltejido social. Y si esta sociedad lo tolera es porque, o está ya bastante corrompida, o no ha llegado a la madurez (en el sentido kantiano de la expresión), careciendo sus individuos de espíritu crítico y de capacidad para pensar por sí mismos.

            A mi juicio, bastarían tan sólo cuatro grandes principios morales para llevar a cabo la regeneración política y social que este país requiere: 1) no mentir; 2) no robar ni malgastar; 3) no discriminar, y 4) no permitir injerencias indebidas al ejercicio de libertades fundamentales.

1) No mentir. La mentira es incompatible con la confianza pública que necesitan quienes se dedican a la política. Una sola mentira es lo suficientemente grave como para que alguien dimita y, si no, sea cesado de inmediato en el cargo. La clase política tiene sobre sus espaldas responsabilidades demasiado graves como para despreciar la verdad. Falsificar información y datos, dar una visión parcial de la realidad, no reconocer los propios errores, ser incapaz de reconocer los aciertos de los demás, no ser transparentes, son conductas y actitudes que están reñidas con la regeneración política.

2) No robar ni malgastar. Aprovecharse de un cargo público para enriquecerse o llevar a cabo una gestión económica de despilfarro es una injusticia intolerable e inadmisible, máxime cuando hay personas y familias que no tienen lo necesario para vivir en unas   condiciones mínimas indispensables para crecer y desarrollarse  en consonancia con su dignidad. Esto requiere un cambio de mentalidad social, porque los españoles tendemos a ser ahí excesivamente tolerantes pensando que quizá nosotros nos hubiéramos comportado del mismo modo. De ahí que los ciudadanos debemos procurar actuar de un modo ejemplar en nuestros quehaceres. De todas formas, esa obligación resulta  mayor  para  quienes tienen un cargo público, porque están para servir a los demás, no para servirse de ellos.

3) No discriminar. Cualquier acto de discriminación constituye un abuso de poder inadmisible. Es más, la discriminación suele ser uno de los signos más distintivos del abuso de poder: a uno se le aplica la ley, a otro no; a uno se le sanciona o castiga, a otro no; a uno se le permite decir lo que piensa, a otro no; a uno se le concede una licencia para una actividad económica, a otro no; a uno se le da una ayuda, a otro no; se condenan con rigor las injurias hacia un colectivo, hacia otro no; etc.

4) No permitir las injerencias indebidas al ejercicio de libertades fundamentales.  La reciente afirmación del líder de Podemos, según la cual “la información es un derecho y,  por lo tanto, tiene que estar en manos del pueblo, representado por el Estado”, es un pequeño botón de muestra de la actitud totalitarista de un importante sector de la clase política o, utilizando su misma expresión, de la casta. El político no es el amo ni el propietario del Estado ni de sus individuos, sino un mero servidor. Su función no es dominical sino servil. No crea ni concede derechos a los individuos, sino que su razón de ser consiste precisamente en su protección y salvaguarda. Limitar las libertades de  conciencia, de expresión, de prensa, de asociación, de educación, etc., constituye un signo claro de un ejercicio arbitrario del poder, puesto al servicio de una ideología. No me resisto a reproducir a este respecto un párrafo de un reciente artículo de Pilar Rahola, defendiendo la libertad de los padres a elegir una educación diferenciada para sus hijos: “La pregunta, en este punto, es directa: ¿quiénes son unos políticos para meter su larga mano en el modelo pedagógico de nadie? Siempre, claro está, que dicho modelo esté sujeto a los valores democráticos. Pero, a partir de ahí, manga ancha, porque el progreso de una sociedad no depende de la mixtura   escolar,   sino   del   rigor   académico. Y, desde luego, nunca depende de la persecución ideológica de los gestores públicos. Aunque, hablemos claro del caso en cuestión: ¿no será que el problema es que, en Catalunya, la mayoría de estas escuelas son católicas? Y con la Iglesia siempre topa ese viejo progresismo que es tan progre, que acaba siendo controlador, censor y sectario. Ergo, reaccionario…” (La Vanguardia, 22.4.2016, p. 23).

            En definitiva, la regeneración política no es posible al margen de cuatro valores fundamentales: verdad (no mentir), justicia (no robar ni   malgastar), igualdad (no discriminar) y libertad (no interferir indebidamente en su ejercicio).  De lo contrario, jamás tendremos una auténtica clase política, sino meros ideólogos y demagogos que, como  afirmara H. L. Mencken, “predica[n] doctrinas que sabe[n] que son falsas  a personas que sabe[n] que son idiotas”. Esto es pura necrofilia política. El día que la clase política no pueda tratar a la ciudadanía como idiotas, se habrálogrado esta regeneración política. Y esta tarea corresponde a todos. Espero que los artículos que un grupo de profesores de universidad iremos publicando en esta tribuna en los próximos meses contribuyan a esta necesaria –y urgente– causa”.