Artículo de opinión publicado el domingo 4 de diciembre en el diario Las Provincias de Valencia por Carmelo Paradinas, Abogado.
«No se equivoque el lector ante este título. No es una exclamación de admiración ante una cosa bien hecha, digna de alabanza. Es el reconocimiento de algo que nada tiene de hermoso o bien hecho y que nos afecta a muchos. Se trata del feo pecado capital -todos ellos son feos- de la soberbia. «¡Soberbio!», es el merecido improperio que muchos podemos recibir de quien nos conozca bien.
Alguien escribió que la soberbia sólo desaparece horas después de fallecido quien la padece. Es un defecto -un pecado capital, insisto- muy querido por el ser humano; nos sentimos agusto con él. Sólo tenemos que cambiarle el nombre, cosa fácil porque tiene numerosos sinónimos, ¡y a presumir! «Estoy muy orgulloso«, «A mí se me debe un respeto«, «Yo soy así, y no cambiaré», » Me hicieron de menos y no lo perdono»…, y un larguísimo etcétera de expresiones con la soberbia, astutamente disfrazada, por protagonista. Nadie alardea proclamándose un miserable avaricioso, un borracho empedernido, un vicioso dominado por la lujuria o la gula, un iracundo violento o un vago inútil. Pero la soberbia es otra cosa. La soberbia «viste». Y, como antes dije, ¡a presumir!
Quien padece un pecado capital es consciente de ello. De forma más o menos vergonzante, reconoce su vicio; unas veces intenta, e incluso consigue, salir de él y otras, en expresión de nuestros días, «pasa de ello». El soberbio, no. Por aquella riqueza de sinónimos, encuentra escondites en los que no sólo ocultar su defecto, sino elevarlo a la categoría de hermosa virtud. Pocas veces aceptará el diagnóstico, aunque venga de persona muy autorizada: «Tú no eres, como dices, una persona de criterio, ni orgulloso de lo que ha conseguido, ni de gran prestigio, ni merecedor de respeto. Tú eres…. ¡un soberbio!».
Irónicamente, esa soberbia, con frecuencia, carece de base, incluso enmascara un profundo complejo de inferioridad, algo parecido a esos perritos pequeños e indefensos, que de puro miedo, ladran ferozmente al poderoso mastín que los mira con perplejidad.
Los soberbios tenemos un don especial para detectarnos entre nosotros. A veces, antes de cruzar palabra, podemos identificarnos. Inmediatamente se establece una mutua corriente de profunda antipatía que, por su precoz aparición, no sabemos explicar. «No sé por qué Fulano me cae tan mal». Pues porque Fulano es un soberbio y tú otro mayor, y se produce un choque frontal que sólo los convencionalismos sociales -y no siempre- pueden evitar que acabe en desastre. Jean Cocteau lo explicó muy bien al referirse a esos seres odiosos «que no paran de hablar de sí mismos cuando yo estoy deseando hablar de mí». Soberbio contra soberbio.
Los pecados capitales suelen estar unidos por la ley de los vasos comunicantes, pero acaso la soberbia más que ninguno. Porque el soberbio acaba constituyéndose, in pectore, centro del Universo y, desde esa posición, fácilmente se volverá avaricioso, lascivo, incapaz de obligarse y, acaso sobre todo, agresivo con los demás, a los que apenas puede soportar desde su trono. Faltará contra la caridad y la justicia al despachar con malos modos al mendigo y vituperará a sus superiores por el solo hecho de tener que someterse a su autoridad.
He dejado aparte, hasta ahora, toda referencia a la envidia, porque entre el soberbio y el envidioso existe una curiosa relación que merece atención aparte. En realidad, se da una alternativa. El soberbio, encastillado en su superioridad, puede sobrevolar la superioridad de otro, ignorándola o, en segunda opción, buscar complejos argumentos que, aun sin méritos para ello, la sitúen por debajo de sí mismo. Si eso no funciona, la envidía irrumpe de forma torrencial; tanto, que soberbio y envidioso se funden en un solo personaje del que guárdenos Dios, porque para restablecer el status al que, más veces sin razón que con ella, se considera acreedor, se llevará por delante a quien sea.
Si previamente a nuestro nacimiento se nos diera a elegir cómo queremos ser a lo largo de nuestra vida, no existirían los necios, los pobres ni los feos. Pero es Dios, que sabe más, quien hace la distribución de virtudes y defectos para que el hombre los maneje adecuadamente; para eso le ha dotado de inteligencia y libertad. Y, por lo que a sus pecados capitales respecta, le ha brindado unas virtudes opuestas. La del soberbio, concretamente, la humildad.
Mas seamos prácticos. Pretender que un soberbio, sin más, se haga humilde, es como querer que un pez de mar se adapte a vivir en agua dulce. Se nos morirá en el acto. Pero hay vías intermedias, una especie de rampas suaves, naturales, que nos pueden llevar al buen fin. Son las virtudes morales. La más apropiada para el soberbio es la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar de los demás. Ella le permitirá comprenderles mejor y, sobre todo, le permitirá, en una especie de experiencia extracorpórea, verse a sí mismo en su poca atractiva realidad.»