Artículo de opinión publicado en el diario Las Provincias el 24 de marzo del 2019 por Vicente Escrivá. Abogado. Doctor en Historia.
«En 2014, Luis Mª Ansón publicaba un artículo de opinión en el diario El Mundo titulado “El socialismo vira a estribor” en el que afirmaba que tras el desastroso Gobierno de Zapatero, “el socialismo ha virado ligeramente a estribor y se ha situado de forma acertada en el espacio que le puede ser más favorable para las próximas elecciones. La crisis económica ha encendido el extremismo izquierdista en una parte de la militancia socialista, y aunque las brasas derrotadas permanecen ardiendo, la sensatez ha retornado al partido”. Muchos años antes, en 1959, Gonzalo Fernández de la Mora había publicado en las páginas del ABC, un artículo con el mismo título, aunque con un enfoque bien distinto, en el que analizaba cómo el laborismo inglés se había escorado llamativamente hacia a la socialdemocracia, abandonando los esquemas propios del marxismo, visto el panorama desolador que ofrecían los países comunistas bajo influencia de la Unión Soviética. El propio PSOE, en un Congreso extraordinario celebrado en septiembre de 1979, renunció a la ideología marxista y a la vía rupturista y revolucionaria, defendida cinco años antes en el Congreso de Suresnes.
Sin embargo, el socialismo representado actualmente por Pedro Sánchez, político versátil, voluble y tornadizo, fiel seguidor de la senda marcada por Zapatero, parece desmentir con sus obras y palabras aquella afirmación de Ansón: “la sensatez ha retornado al partido”. Vuelve de nuevo esa izquierda de raigambre jacobina y volteriana que durante los dos últimos siglos, ha estado presente, con mayor o menor fuerza, a modo de Guadiana, en nuestra historia contemporánea. Y una de las expresiones manifiestas de ese jacobinismo es su acentuado anti-catolicismo. Conviene recordar las palabras de Pablo Iglesias, no el actual líder de Podemos, sino del fundador del PSOE quien en septiembre de 1902, durante el VI Congreso Socialista español afirmaba con vehemencia: “Queremos la muerte de la Iglesia, cooperadora de la explotación de la burguesía; para ello educamos los hombres y así les quitamos conciencias. Pretendemos confiscarles los bienes, para que carezca de medios de vida. No combatimos a los frailes para ensalzar a los curas. Nada de medias tintas. Queremos que desaparezcan los unos y los otros. Proceder de otra manera es una inconsecuencia”. Tal vez el tono del lenguaje sea hoy distinto, menos desmesurado y exagerado, pero que envuelto en un tono de sutileza, moderación y mesura, pretende conseguir el mismo objetivo: desterrar, cuando no anular, la presencia de la religión católica en el ámbito familiar, en el educativo y en el espacio público y, si es posible, hasta de las conciencias, para formarlas y conformarlas con la ética del buen ciudadano socialista. Este carácter jacobino del socialismo español ha sido puesto de relieve por algunos historiadores, tanto nacionales como extranjeros, en base a hechos y documentos contrastados e indiscutibles; ello a pesar del esfuerzo de otros por silenciar esta verdad que, a todas luces, se aleja de lo políticamente correcto para esa izquierda nihilista para la que no existe lo que no admite. Las trabas para impartir la asignatura de religión católica, el cuestionamiento de los conciertos educativos, la supresión de la misa dominical en la televisión pública, la preparación de medidas legislativas que favorezcan la eutanasia (eufemísticamente llamada «muerte digna») y otras de similar calado son muestras de ese viraje hacia una izquierda de corte radical y rupturista. Éste alcanza no sólo al ámbito religioso, sino también al político-constitucional: no sólo se repudia la etapa franquista, sino también la Transición y la Constitución que aquélla alumbró. Parece que nuestra más reciente historia abrió un paréntesis en 1936, con la II República, paréntesis que hoy debe ser definitivamente cerrado. Tal vez, y sirva de consejo a nuestros sesudos y locuaces políticos-, nos fuera mejor a los españoles carecer de una Constitución formal escrita, tal y como sucede en el Reino Unido o en Israel (por cierto, ambos son Estados parlamentarios, democráticos y confesionales), y evitar así discutir sobre jícaras o jácaras.
Ese socialismo jacobino que nos ha traído de vuelta Pedro Sánchez que dada su exigua minoría en el Congreso necesita de servirse de extraños y peligrosos compañeros de viaje (cosas que tiene la «vieja política»), representados por formaciones partidistas todavía más minoritarias, que o bien están al borde del sistema constitucional o bien declaran públicamente encontrarse fuera del mismo. Sin embargo, ello no es obstáculo para embridar el gobierno de España porque ¿quién mejor que esa izquierda heredera de las consignas de la Revolución francesa -libertad, igualdad y fraternidad-, para dirigir los destinos del país a puerto seguro? Fuera del socialismo, a uno y otro lado, sólo existen oscuridad y tinieblas; es decir, el caos. Podrán otros, de vez en cuando, ganar unas elecciones. Pero la legitimidad para gobernar siempre será de su exclusivo patrimonio, por la sencilla razón de que sólo él sabe lo que mejor le conviene al país. De ahí que cause sonrojo a un jurista o a cualquier ciudadano de a pie, el contemplar cómo se legisla a golpe de decreto-ley, sea para modificar la Ley de Memoria Histórica, sea para exhumar los restos de Franco o sea para implantar el acceso universal al Sistema Nacional de Salud. Todos ellos, por supuesto, obedecen a razones de “extraordinaria y urgente necesidad”. La razón es clara y necio el que no la quiera ver. Bien podríamos resumirla en la afirmación: no sé lo que quiere la opinión pública, pero sé lo que el público necesita.
Ese jacobinismo mayoritario en el socialismo español ha sido un lastre de enorme peso para articular una izquierda moderna, sin complejos, desprendida de pre-juicios, tal y como ha sucedido en otros países del centro y norte de Europa. Desprecia no sólo nuestro pasado más reciente, sino que además, anclada en el «costismo» y «regeneracionismo» de los tiempos de su fundador, ve en nuestros cuatro últimos siglos una ciénaga de infortunios y adversidades, haciendo suya las palabras de Azaña en un discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid en 1917: “no hubiese más [en España] que mendigos y frailes, aliñados con miseria y superstición”. Por ello presentan a España como una nación frustrada que sólo ellos son capaces de reconstruir. Ni siquiera la Transición parece servir ya para seguir avanzando. Ven en la religión católica esa rémora, origen principal de aquella frustración. No se trata de defender una secularización basada en una separación de la sociedad civil de la sociedad religiosa, legítima por otra parte y constitucionalmente consagrada, presidida por un espíritu de respeto, una mutua colaboración y una sana laicidad. Se trata de llevar a sus últimas consecuencias unas políticas laicistas donde el fenómeno religioso y en concreto el catolicismo, se siguen percibiendo como un enorme valladar frente al progreso del país y como un obstáculo a la inoculación de los principios e ideas propias de ese socialismo de corte exaltado y radical en las mentes de los «buenos ciudadanos», para el que el calificativo «religiosa» parece haberse desprendido de la palabra «libertad». Y conviene recordar que como ya puso de manifiesto San Juan Pablo II “el respeto de la libertad religiosa es como un test para la observancia de todos los demás derechos fundamentales” (Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 9-1-1989). Atentos, pues, a los vientos primaverales.»