Sus Señorías: no toleren más la decadencia moral de las Comisiones de investigación

Sus Señorías: no toleren más la decadencia moral de las Comisiones de investigación

Brian Buchhalter Montero. Personal docente e investigador en formación (FPU). Universidad Complutense de Madrid

«Desde que existen Comisiones parlamentarias de investigación (CPI) se han suscitado dificultades de coordinación con las actividades de otros poderes del Estado. En la rica vitrina del parlamentarismo histórico español es posible encontrar variopintos ejemplos al respecto. Por afectar a la (antigua) Monarquía destaca, sobre el resto, una de las varias CPI nombradas en el siglo XIX para indagar sobre el destino de algunas alhajas que pertenecieron, primero por Derecho divino y después por Derecho civil, a la Corona española. La tensión entre aquellos órganos constitucionales se hizo vivamente presente y dejó para el recuerdo algunos bellos debates parlamentarios.

Sobrevenidamente han cobrado actualidad las CPI, con menos belleza dialéctica, aunque con iguales, pocas, perspectivas de éxito. No ha sido esta vez respecto de la Monarquía (pues el Tribunal Constitucional lo ha parecido impedir ad aeternum en 2019), sino respecto del mismo Parlamento. Se trata del llamado «caso Mediador» que, permítanme, no será aquí de nuevo detallado. Según lo que se lee diariamente, es idóneo el caso para socavar severamente la integridad moral de los afectados y, por extensión, del antiguo partido que los cobija (ya de rancio abolengo en los sillones rojos y azules del Congreso).

El escándalo ha provocado un importante debate respecto de las CPI y, sobre todo, respecto de su legitimidad constitucional para investigar, en simultaneidad con Jueces y Magistrados, unos mismos hechos. Quienes mantienen que la investigación parlamentaria debe o puede transcurrir paralelamente a la judicial lo hacen en la —quizás torticera— esperanza de que las CPI, convertidas así en romo cuchillo al servicio de la mayoría parlamentaria, puedan airear morbosos detalles del escándalo y reducir así las posibilidades electorales del Partido Socialista. Por el contrario, este último, pretendiendo tutelar —quizás también torticeramente— la loable pretensión de cuidar la independencia de los Tribunales, reclama que el Parlamento abandone uno de sus destinos constitucionales y deje a los Jueces trabajar tranquilos. Ambas posturas pretenden desconocer que la Constitución española no tolera ninguna de las dos opciones. El pretendido control político que pudieran desempeñar las CPI respecto de un tembloroso Ejecutivo no admite convertirlas en instrumento de la satisfacción de bajas pasiones. Y no podrá decirse que no serán estas satisfechas «porque las sesiones de la CPI serán secretas», pues ya se ha visto que ni las más secretas sesiones de las más secretas Comisiones del Parlamento son, verdaderamente, secretas: no resisten las constantes revelaciones que realizan los parlamentarios. Revelaciones que, todo sea dicho, no se sancionan con la severidad que admiten los Reglamentos de las Cámaras. En fin, tampoco la sacrosanta y curtida independencia del Poder Judicial español puede sentirse molestada por una investigación parlamentaria corta de armas (no diré de miras), casi raquítica de potestades, sobre todo si se la compara con las que asisten al muy pulcro Bundestag alemán o a la Camera dei deputati italiana.

El debate sobre la simultaneidad de investigaciones no puede derivar en el menoscabo de las CPI, ni tampoco de su legitimidad constitucional para investigar sobre «cualquier asunto de interés público», como permite la Constitución, trabajen o no sobre él los Jueces. Con ninguna de las anteriores excusas pueden mutar las CPI en un trasto con el que los partidos políticos puedan sentirse legitimados a jugar, en la sobrevenida infancia de creer que nada lo que allí sucede tiene más repercusión que la política. Dejando de lado las flagrantes lesiones del honor (derecho fundamental) que, en ocasiones, suceden ante las CPI, lo cierto es que mucho afecta e importa lo que pasa en esos tapices. No solo por lo que se dice o no se dice, sino por cómo se dice: el mal tono y las descalificaciones gratuitas que se vierten y que con mucho desbordan la generosa inviolabilidad que la Constitución concede a los parlamentarios por sus opiniones, no lesionan solo a quien las sufren en primera persona. Lesionan también la credibilidad de las instituciones del Estado, cuyo honor no admite ya más censura. Buena idea sería recordar a los parlamentarios la dignidad de su muy alta magistratura y mejor idea sería que ejercitaran la buena virtud de la autocontención verbal en el Pleno, pero también en Comisión.

Cobijemos (representantes y representados) a las Cortes Generales y a sus CPI del poco agradable reproche de encubrir, bajo las nebulosas nociones de lo político o de la oportunidad, el insulto, la vulgaridad y, sobre todo, la arbitrariedad en sus actuaciones. Esta última sufre, desde la entrada en vigor de la Constitución española, una severa pero justa condena al ostracismo, no susceptible (por el momento) de impugnación alguna. Y a pesar de que a veces es posible verla merodear por (y en) las instituciones del Estado, no pueden serle abiertas las puertas. Y junto con ella, al frío exilio moral, habrán de ir los que perviertan un órgano de primerísimo orden, como lo son las CPI.

Sus Señorías, otra vez, no permitan, la decadencia de las CPI. Firmado, un representado suyo.»